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16 de diciembre de 2016

Cara de anchoa


Lucir cara de anchoa va a ser privativo de aquellos lánguidos que no saben por dónde les viene el golpe

UN perfecto cretino pensaba financiarse los fines de semana gracias a la gloria efímera que proporciona YouTube y a una supuesta gracia consistente en ir por la calle filmando una serie de insultos a gente corriente que, supuestamente, asumía inocentemente que les llamaran «caraanchoa» o alguna gilipollez semejante. Todo acabó el día en el que insultó a un repartidor harto de trabajar y de aguantar tensiones innecesarias: el asalariado le soltó un bofetón de órdago y el gracioso entró en depresión acusando a Occidente de incomprensión y pidiendo hasta el despido del trabajador. El imbécil de YouTube se ha quedado en su cuarto encogido por las reacciones sociales, pero el apelativo «caraanchoa», reconozcámoslo, ha hecho fortuna y es hoy uno de los apelativos más interesantes para definir a algunos individuos del proceder patrio.

Deberemos entender que lucir cara de anchoa va a ser privativo de aquellos lánguidos que no saben por dónde les viene el golpe. Y aplicándolo a la política nacional, pocos podrán dudar de que Carlos Puigdemont es el perfecto ejemplo de ello. Los levantiscos de Junts pel Sí no alcanzaron la gloria de la mayoría absoluta y quedaron a placer de las mañas de la CUP, ese grupúsculo de sandalios asilvestrados con ganas de derribar cualquier edificio de prosperidad en Cataluña. No son un producto nuevo, habría que decir: los llevo conociendo toda la vida, han existido siempre y son la versión más rancia y retrógrada del progre catalán. El que crea que la sobaquera de Anna Gabriel es un fenómeno nuevo, es que no ha vivido en la Cataluña de interior en su vida. Siempre han estado ahí y ahora es cuando, merced a la aritmética parlamentaria, han cobrado un poder que les permite evidenciar que todo les importa un pepino y que a lo que aspiran es a la revolución más primitiva de todas las posibles. Son una suerte rediviva del POUM de toda la vida, incapaces de crear prosperidad alguna y manifiestos partidarios de la vida tribal. Pero quieren la independencia inmediata, único cemento que les une a la vieja burguesía cobardona de Convergència y a los esperanzados asaltantes del poder de ERC.

El Gobierno catalán, o lo que sea eso, tiene menos ambiente que el PP de Marinaleda y su futuro está en las manos de unos tipos a los que les importa muy poco derrumbar las fichas del tablero. Habiendo el Gobierno de España decidido aplazar el problema y dividir al adversario, haciendo posible que se visualice al que se niega a hablar, a los Puigdemont y compañía sólo les queda decidir qué quieren ser de mayor: sublevarse o ser legal. Si se subleva, como quisiera Oriol Junqueras, su recorrido será violento y breve; si juega a ser legal verá cómo a su izquierda se batasuniza la calle y se les plantea cómo utilizar los Mossos para resguardar el orden. De ahí que la única esperanza de estos caras de anchoa sea mirar con esperanza una irrupción de los «comuneros», es decir, la gente de Colau y los restos de Iglesias, en el lugar común de la subversión. Ocurre que de darse ese escenario los vestigios de la vieja burguesía catalana, tan cobardona y estúpida, pasarán a ser una anécdota y poco menos que unos vehículos útiles para la toma de los cielos por parte de toda esa basura neorrevolucionaria.

Algunos miembros del Gobierno catalán, dicen, están por romper con los silvestres de la CUP y mirar de entenderse con el bloque constitucional en Cataluña, en el que a regañadientes está el PSC, y aparte Ciudadanos y el Gobierno de Rajoy. Todo, en cualquier caso, lleva a nuevas elecciones en Cataluña, una vez más. Todo lleva a someter a la población catalana a otra tensión de resultado incierto. Dejándoles, inevitablemente, una cierta cara de anchoa.

 


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