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16 de julio de 2004

Principe de Algeciras


Ya, quien más, quien menos, ha dicho casi todo de Paco de Lucía. La unanimidad no ha tenido, al menos en lo formal, ninguna fisura en la que encaje una duda: la categoría de Príncipe de Las Guitarras ha sido justamente otorgada.

Piense la ciudadanía que competían en buena lid tipos tan sugestivos como Springsteen o Bejart o tan pesados como Lloyd-Webber, que sólo por haber perpetrado aquella pesadez de Jesucristo Superstar ya debería estar proscrito de cualquier convocatoria de premios.

El jurado, no obstante avispado y sensible, ha sabido entender que una estatuilla concreta disputada por elementos monumentales como los mentados debe ser liberada no sólo en función de los méritos personales de cada uno sino, también, considerando el mundo colectivo que al que representan o del que son extraídos.

El premio al hijo de Lucía es un premio a un universo no excesivamente distinguido por las consideraciones oficiales: desde que aquél otro gigante llamado Pepe Marchena elevó la altura del cante desde la trastienda de los “colmaos” hasta las maderas de los teatros --vistió de smoking al flamenco--, pocos artistas de este apartado han pisado las moquetas de los palacios en los que elegantes y condecorados bienhechores entregan pergaminos atados con cintas de colores. Sí comenzaron a pisar, no hace mucho, las crujientes maderas de las facultades o los ateneos y, en ellos, se aprestaron a teorizar sobre algo tan intangible como la pasión o el quejío, pero en contadas ocasiones se habían llevado la caricia de la medalla pensionada.

La persona de Paco es, indudablemente, la que mejor podía personificar el reconocimiento a una de las más brutales expresiones culturales que han nacido en el seno de esta España --tan plural, tan plural, que ya tiene que empezar a ser pronunciada con ese final--, ya que se trata no sólo de un excelente creador, sino de algo más, de un genio. De los que ha habido dos o tres; no muchos más.

El flamenco --y escribe un humilde aficionado, no un experto crítico ni un severo estudioso-- ha vivido la expresión genial de tres dioses y la perfección didáctica de una serie de maestros sin los cuales este género no habría alcanzado su dimensión actual: Manolo Caracol fue un genio, como lo fue Camarón, como lo es Paco de Lucía. Lo fue Caracol ya que --sin la madera densa y catedralicia de cantaores como Mairena, por ejemplo-- cambió los planos expresivos del momento, convirtió en oro todo lo que cantó y creó una escuela seguida por un río de artistas.

Lo fue Camarón, que, desde la ortodoxia más químicamente pura, revolucionó el cante e investigó en las raíces perdidas de no pocos palos.

Y lo es Francisco Sánchez, que ha elevado la guitarra al sonido más imposible, más perfecto, menos mecánico a la vez, como si hubiese conseguido estrujar la madera para obtener de ella el último lamento. Algunos estudiosos flamencos celebran la vida luminosa que el toque vive en las manos de jóvenes maestros --Vicente Amigo, Tomatito, Niño de Pura y algunos más--, pero se duelen afirmando que el Niño Ricardo, por ejemplo, sin tener su técnica tenía algo más de alma. No digo que no, pero con Paco no vale esa consideración. Félix Grande --a quien el flamenco le debe la genial calificación de “flamencólicos” a algunos de sus más espumosos exponentes-- ha escrito grandes consideraciones al respecto y mantiene sin recato que con él se rompen todas las excepciones.

Es, en una palabra, una de esas pocas personas de las que nadie habla mal o a la que nadie pone en duda sus méritos. Y a la que un jurado con tino y olfato ha sabido premiar como el gran Príncipe de Algeciras que es. No es poco, habida cuenta del patio.


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