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Pancarta con el rostro de Garzón mostrada en la protesta de Madrid. / DOMINIQUE FAGET (AFP) |
NO seré yo quien se alegre por la condena que inhabilita a Garzón a ejercer como juez por haber sido considerado culpable en el primero de los casos que le enfrentaba a una sentencia del Supremo. Quien lo haga sabrá por qué, pero los que hemos sido seguidores del magistrado de la Audiencia no podemos considerar al día de hoy como una jornada feliz. El Supremo ha considerado que el juez prevaricó y lo ha considerado de forma unánime: no debió ordenar las grabaciones de las conversaciones entre los abogados y los encausados en el caso Gurtel. Sin más. A partir de aquí podemos rasgarnos las vestiduras, lamentar las normas del Estado de Derecho en el que habitamos o considerar que el bueno del superjuez es víctima de una persecución injusta por parte de una banda de fascistas vestidos de magistrados, pero poco más podremos hacer que recurrir la decisión —si cabe— y/o llorar desconsoladamente por la defenestración de nuestro héroe.
La pregunta que todos los contrariados debemos hacernos ahora es si estaríamos dispuestos a que cualquier juez —no solo Garzón; cualquier juez— escuchase nuestras conversaciones con los abogados encargados de defendernos en el proceso que nos enfrentase a la acción de la justicia. De responder afirmativamente cabe admitir que nuestro enfado y nuestra contrariedad tendría mucho más sentido que de responder negativamente. No vale decir que el único que puede escuchar es Garzón y a encausados por turbios asuntos relacionados con políticos del PP. En sabiendo que la legislación no permite maniobrar así —a excepción de casos muy puntuales relacionados con delitos de terrorismo— deberíamos marcarnos como objetivo variar las normas procesales cuando obtuviéramos el poder. Mientras eso no se produjese, me temo que no tendríamos más remedio que comernos la sentencia, por mucho que nos moleste.
Como es sabido, la decisión del Tribunal comporta su apartamiento de la carrera judicial. Independientemente de lo que decidan los jueces en los dos casos que le restan por juzgar, Garzón está fuera de juego. Es evidente que no se va a morir de hambre ni se va a quedar para vestir santos: su leyenda se agigantará y su figura cobrará, entre aquellos que hacen de la Justicia un ensayo de ajustes políticos, el tamaño de una víctima histórica. De homenaje en homenaje, el juez alcanzará un nirvana vaporoso que dudo le permita descansar de viernes a domingo. Sin embargo deberíamos ser cuidadosos con poner a toda una Sala de magistrados del Supremo bajo la sospecha de ser una pandilla de vengadores sectarios. Sencillamente han aplicado la ley, y ésta está muy clara. Si creemos que debe ser alterada y redactada de forma que permita a Garzón hacer lo que considere oportuno defendámoslo abiertamente. Los 69 folios de la sentencia son, a decir de los expertos, irreprochables: no debió hacer lo que hizo. Como consecuencia de ello, por excederse en sus atribuciones, queda condenado a ejercer la justicia a través de la vía ciudadana, es decir, la política. Garzón ha realizado grandes servicios a España: ha combatido a ETA con efectividad y valentía, ha sido implacable con el terrorismo de Estado —a pesar de hacerlo a su ritmo personal e interesado—, ha peleado contra el narcotráfico y contra violadores de los derechos humanos, ha resultado incansable en su trabajo y aplicado en su dedicación… pero ha pecado de soberbia casi infantil y habrá de pagar con ello. Soy, repito, de los que lo sienten por él, aunque mucho menos por sus seguidores, infinitamente peores en sectarismo. Habrá que oírles hoy mismo.
O cuando se resuelvan los dos casos pendientes, que tienen pinta de acabar de forma semejante. Va a parecer que se ha acabado el mundo. Y sólo se ha acabado él.