La estatura de un líder se vislumbra cuando una colectividad cruza los fangales de la historia
¿EN qué consiste ser un líder? Un líder fue Churchill, fue De Gaulle, fue Lenin, fue Durruti, fue José Antonio, fue Garibaldi, fue Zapata, fue Roosvelt, fue Arafat, fue Ben Gurion, fue Bismark, fue Golda Meir, fue Adenauer… Todos, diferentes entre sí, mejores y peores, tóxicos o benéficos, aunaron pasiones y encauzaron caminos en la espesura de su tiempo. La madera de líder, ahora como entonces, está cara, es escasa y en ella abunda la imitación y la estafa. Un líder asume la frustración de su tiempo, torea con lo peor y baila con la más fea; un líder asume la impopularidad de sus decisiones, no trabaja en función de lo que vayan a decir de él, tiene claro el objetivo y vislumbra unos metros más allá de los demás el lugar al que llegar. La dimensión de un líder no se aprecia en tiempos de bonanza. La estatura de un líder se vislumbra cuando una colectividad cruza los fangales de la historia, cuando nadie ve la luz al final de un túnel, cuando todos los indicadores abocan a una sociedad al desastre. Un líder no sabe de encuestas, no pregunta por los titulares de la prensa diaria, busca la ayuda de los demás y, si no la encuentra, asume en su persona la labor de locomotora política para desatascar la salida de las cloacas.
En la adorable España de las cosas se busca un líder, un líder que no se parapete ante la mediocridad de la retórica, que no le eche la culpa al contrario, que diga ásperamente la verdad, que intervenga ante las cosas de cada día con la severidad imprescindible del cirujano de campaña. En la España acosada de la primera década del siglo XXI es necesario un líder que no le tenga miedo a las llamas de las hogueras, a las brasas sembradas en los caminos o a los desprendimientos de piedras en los desfiladeros. Es necesario un líder que no piense en las próximas elecciones, que reestructure sin complejos el sector bancario —las cajas—, que convenza a los bancos que hay que depreciar sus activos inmobiliarios hasta el valor real de las cosas, que cumpla un plan de austeridad sin temor a la contestación social, que meta en cintura a algunas Comunidades Autónomas, que reforme el sistema de pensiones aunque sus efectos se materialicen a largo plazo, que reforme la legislación laboral para que se cree empleo y se aplaque la morosidad, que liberalice la negociación colectiva, que se atreva a instaurar un copago sanitario, que cambie el sistema educativo buscando la excelencia y el esfuerzo, que invierta en I+D+I, que busque apoyos en los contrarios, que no le tenga miedo a la calle, que no se parapete en líderes empresariales a los que pedirles árnica y que marque estratégicamente el camino a seguir para parecernos a quienes nos conviene y no a quienes resulte estéticamente adecuado para la mentalidad de un universitario tardío con nostalgia asamblearia.
No siempre es veraz el perfil soñador de los líderes, aún bien que sin sueños el hombre no es nada. La ensoñación nunca ha cegado la visión de los grandes líderes. Podemos soñar, debemos soñar, pero con los ojos bien abiertos al objeto de saber dónde está la salida. Hoy, en esta España desmoralizada y ausente, pasto de medianías y cobardes, corral de traidores y escapistas, se busca un líder para sacudirnos la maldición del barro movedizo. ¿Dónde está?