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16 de abril de 2010

Los banqueros de la ira


QUE unos querellantes argentinos pretendan investigar a falangistas del 36 y a Suárez y Fraga y el Rey es un disparate. Que unos supuestos generadores de cultura de consumo propongan encerrarse en protesta antifranquista treinta y cinco años después de la muerte del dictador es un disparate. Que un fiscal sectario y reaccionario, que ya ejercía sus labores en el año 62, acuse a los jueces del supremo de torturadores y corruptos es un disparate. Que un rector ideologizado y partidista ceda de forma poco reglamentaria locales de la Universidad para un acto prácticamente golpista es un disparate. Que unos sindicatos paralizados en la agitación contra el paro que acogota a cuatro millones y medio de españoles anuncien movilizaciones a cuenta de un juez amigo al que se le va a juzgar por prevaricación es un disparate. Que algunos sectores políticos y sociales parezca que hayan despertado repentinamente de un letargo invernal y pretendan dinamitar la Transición con la excusa de que se pusieron una venda en los ojos es un disparate. Que un ministro del Gobierno se lamente de que un partido como Falange acceda a la Justicia como cualquier otro partido legal y que no recuerde, por ejemplo, que partidos hoy ilegales como Herri Batasna pudieran sentar en el banquillo de las sospechas a guardias civiles bajo denuncia falsa de torturas es también un disparate. Que altos cargos del Gobierno acudieran con espíritu excursionista a un zarandeo de la estructura del Estado en el que la agitación se asemejaba a un mal movimiento asambleario es un disparate. Que no se les llame la atención es otro disparate. Que nadie reclame desde el Gobierno o desde la Organización Judicial un poco de cordura y que no lo haga firme y severamente es un disparate aún mayor.
 
Disparate tras disparate, la dinámica política en España ha derivado en un parque temático repleto de personajes predemocráticos soltando soflamas por doquier y mostrando una capacidad de resentimiento de dimensiones considerables. 
 
Merced a esta dinámica revisionista, no es de extrañar que se acabe cuestionando todo y se pretenda poner en práctica la ruptura que no se hizo entonces, en la segunda mitad de los setenta, y que no comparten ni siquiera muchos de los que entonces eran partidarios de ella. Ayer hablaba José María Fidalgo del nuevo libro de uno de los pensadores más interesantes y originales del momento, Peter Sloterdjik, «Ira y Tiempo», en el que maneja un argumento particularmente interesante llamado «la bancarización de la ira». Se pregunta Sloterdjik por los mecanismos que han servido a los movimientos revolucionarios para presentarse como administradores de una especie de banco mundial de la ira. La ira se acumula en burbuja y es secuenciada en momentos concretos de la historia contemporánea: en España, ahora, en estos cinco o seis últimos años, parece haberse abierto una línea de crédito y la ira es liberada a la circulación con una generosidad desconocida. La ira no es ajena a la historia de ningún pueblo; el español conoce bien alguno de esos pasajes recientes en los que su manejo ha sido profuso y particularmente diestro, en los que han incendiado todas las relaciones transversales de los ciudadanos y en los que las consecuencias han sido, evidentemente, sangrientas. Ahora, en el 2010, la ira está tintando las estrategias de los arqueólogos de fantasmas y espectros hasta el punto de movilizarse en pos de desestructurar el pacto de convivencia sin revanchismos ni rencores que los ciudadanos nos hemos venido dando. Quienes están incendiando la mecha, quienes están echando gasolina a las brasas de un fuego condenado a apagarse, quienes hacen del odio un argumento político, quienes quieren reverdecer enfrentamientos fraticidas, quienes viven en la nostalgia del guerracivilismo, están prestando un pésimo servicio a su país y puede que también a ellos mismos. Los banqueros de la ira han abierto oficina y están dispuestos a poner en marcha una agresiva campaña comercial.

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