AQUELLOS que dan por hecho que el PP va a ganar las elecciones autonómicas en Andalucía pueden sufrir una profunda decepción el próximo 25 de marzo cuando se conozca el recuento final de los votos. Un reciente sondeo de Capdea presentado por la Universidad de Granada otorga una victoria holgada a los populares pero tal vez no suficiente como para poder gobernar gracias a una mayoría absoluta. El resultado de la encuesta dicta que el PP obtendría un 47% de los votos frente a un 37% de los socialistas, lo cual, a ojos de los expertos, no garantiza el desahogo solitario para gobernar. Es decir, la derecha andaluza se quedaría a las puertas de poder formar gobierno (siempre que la entrada de UPyD no fuera suficiente) ya que la suma de PSOE e IU conformaría una mayoría suficiente como para formar gobierno de coalición. Ello invita a plantearse varios interrogantes: ¿qué estabilidad política obtendría un gobierno hecho a contramano de una mayoría significada?; ¿qué más tiene que pasar en Andalucía para que el PSOE deje de gobernar la comunidad?
Más allá de la legitimidad que brinda ganar por casi diez puntos y dar un vuelco a un régimen que dura treinta años, la aritmética parlamentaria pondría al alcance de Griñán y Valderas la posibilidad de formar un gobierno con aire de últimos mohicanos, creando una frustración en los partidarios del cambio comparable a la del equipo que va ganando todo un partido de poder a poder y que ve cómo es derrotado en dos jugadas desgraciadas en los últimos minutos. En política no hay victorias morales y el PP entraría en depresión. Obvio resulta señalar que un gobierno así haría de la confrontación con el Ejecutivo central todo su leiv motiv: la demagogia y el marrullerismo estarían servidos, descontando la hipoteca sectaria izquierdista a la que estaría sometido el socialismo por parte de una IU, la andaluza, a la que sólo le queda tirarse al monte. Para bien o para mal ese es un escenario no descartable.
Mal haría el PP si creyese que la ola que ha inundado el resto del país va a resultar imbatible o inevitable en Andalucía, una comunidad en la que determinadas dependencias de carácter casi atávico garantizan una bolsa de votos para el socialismo muy difícil de reventar. Aunque parezca mentira hay un abultado censo de votantes de izquierda para los que no es significativo ninguno de los escándalos que se destapan día a día en la Administración autonómica: puede que les resulten censurables comportamientos como los que denuncian los medios de comunicación, pero aún no son suficientes como para lograr que abandonen una tradición de carácter casi antropológico como es votar al PSOE. El mapa está claro: los grandes núcleos urbanos han decidido cambiar mayoritariamente su voto y apoyar al PP, pero la espesa y tupida red rural del territorio andaluz aún conserva una suerte de fidelidad de honor con la izquierda, ya que están convencidos de que les dan de comer y les garantizan la supervivencia.
La Andalucía de dos velocidades quedaría fielmente retratada: una dispuesta a acabar con un régimen cansado y desgastado, acosado por escándalos y manifiestos signos de agotamiento, y otra no resignada a ver fuera del poder a quienes les garantizan el aburrimiento pero también la continuidad de su forma de vida. Un resultado ajustado en el que los que hasta ahora han gobernado puedan seguir haciéndolo dividiría a la comunidad en dos esferas difícilmente compatibles. A tenor de lo que dicen estos sondeos, ese escenario no es en absoluto improbable.