Está bien desear un mundo idílico, seguro y armonioso, pero eso no siempre casa con la naturaleza del hombre
LA imprevisible crisis nuclear japonesa nos invita a una provisional serie de reflexiones —matizables, claro, con el paso de las horas— puede que un tanto precipitadas e inestables pero, al cabo, razonables y serenas. La primera de ellas es atestiguar algo que ya sabíamos pero que hoy reafirmamos de forma categórica: los japoneses están hechos de una pasta que les hace particularmente admirables. Se les ha roto el país, se les ha inundado la costa, se les ha descalabrado la economía y, por si fuera poco, pende sobre ellos una severa amenaza atómica sin que, en ningún momento, hayan descompuesto el gesto, hayan dirigido un indisimulado odio del estilo «Nunca Mais» a su gobierno ni hayan escenificado escenas de pánico ni de pillaje ni de ira incontenida. La segunda es que, ciertamente, el terremoto y las vidas perdidas son el núcleo de la información, pero que, sin embargo, ésta gira acompasadamente con la preocupación general hacia la incertidumbre nuclear. Los muertos y desaparecidos alcanzan el número de quince mil, a expensas de seguir levantando maderas y piedras, y, haciendo tabla llana de ello, nos inquietan más los posibles muertos futuros, sean probables o improbables (hasta esta hora no se ha producido ningún fallecimiento por causa atómica), que los habidos por causa telúrica. La radioactividad está exponiendo a la población cercana a un riesgo muy elevado, pero la esperanza de que los reactores sean enfriados no es descartable. La tercera es que el pánico nuclear no debe hacernos olvidar que las imágenes de la devastación las ha producido un terremoto, no una central nuclear. La cuarta es que parece que al comisario de Energía de la UE lo hayan encontrado en un sorteo.
La quinta es que las consecuencias de los apagones precipitados en Alemania y tal vez en algún lugar más, se pagan en términos ecológicos: cerrar el 30 por ciento del parque nuclear alemán por un terremoto en Japón significa que se eleve en más del 10 por ciento el precio de la energía y que aumente el consumo de combustibles fósiles, lo cual, a la larga o a la intermedia, recorta el alcance de los acuerdos de Kyoto. Tremendo dilema para los antinucleares: la ausencia de alternativa atómica provocaría aceleración en la velocidad de acceso al Apocalipsis. La sexta es que la reacción preventiva razonable por parte de muchos sectores sociales no debe ser aprovechada por los fanatizados partidarios de la abolición total, los cuales deberían de añadir a sus reclamaciones una clara exposición de las alternativas que proponen, siempre que éstas sean creíbles: las energías alternativas son altamente estimables, pero, desgraciadamente, no pueden sustituir a la nuclear, que, por otra parte, garantiza mantener el proceso productivo que hace posible el crecimiento económico y el progreso de las comunidades. Menos energía es menos producción, más paro, más pobreza. La séptima es que aquellos países que gozan de autonomía energética pueden presumir de independencia política asociada, lo cual no es poco habida cuenta el panorama inquietante que supone estar entregado al capricho de gobernantes absolutos de países inestables. La octava es que nuestro ingreso económico por visitas turísticas puede verse recortado por los doscientos mil japoneses que dejarán de viajar por el mundo. Y la novena es que está bien desear un mundo idílico, seguro y armonioso, rural o urbano, sostenible e inofensivo, pero eso no siempre casa con la naturaleza del hombre, inquieto por naturaleza y arriesgado hasta la última consecuencia. A veces, lamentablemente. Mis condolencias a los japoneses.