El Ejército no es más que una síntesis de la sociedad de la que procede y en él moran personas excepcionales, y otras no tanto
HACE ahora diez años que ningún joven español tiene el deber de entregar unos meses de su tiempo a la defensa común mediante el Servicio Militar. Fue una medida razonable en consonancia con los tiempos y con las necesidades de la defensa: el Ejército precisaba adaptarse a unos estándares internacionales y atlantistas y parecía inevitable modernizar sus estructuras humanas y tecnológicas mediante la profesionalización de sus soldados y la racionalización del número de jefes y oficiales, además de la inevitable inversión en armamento moderno y en preparación técnica de sus diferentes cuadros de mando. Nuevos hombres —y mujeres— tomaron el relevo de los reclutas y dejaron a éstos en sus quehaceres civiles. La medida fue tomada por el gobierno Aznar, pero estaba consensuada con gobiernos anteriores —que la prepararon— y posteriores —que la continuaron— sin que supusiera ningún terremoto social. Generaciones enteras —y vivas— de españoles tendrían tiempo y lugar para relatar las vivencias acumuladas tras años de cuarteles, campamentos y tiendas de campaña: como parece evidente, cada uno lo ha contado según le fue.
Para algunos, el Servicio Militar supuso una interrupción inoportuna en su progresión laboral o académica, en su aprendizaje empresarial o en su difícil equilibro familiar: un año fuera de casa en el entorno de los veinte años puede pasar algún tipo de factura. Otros podrán alegar que vivieron días absurdos sometidos al caprichoso arbitrio de mandos militares que reproducían las más surrealistas de las situaciones y los más inútiles de los esfuerzos, y seguramente será cierto. Pero también para unos cuantos millones de jóvenes supuso salir por primera vez de su entorno, despertar a una nueva realidad, conocer a personas de cualquier parte de España, convivir con no pocos estímulos de compañerismo, entender la importancia de la disciplina y la jerarquía y, muy importante, darse cuenta de que en el Ejército, una vez se traspasaban las puertas, quedaban igualados en deberes, derechos y vestimenta el más rico con el más pobre, el más listo con el más torpe y el más guapo con el más feo.
Son muy pocos los que hoy contemplarían la conveniencia de volver a someter a los jóvenes españoles a un año y pico de paréntesis, entre otras cosas porque habría que plantearse si sólo habría de afectar a varones y no a hembras, militares hoy estas últimas de probada eficacia. Son, sin embargo, cuantiosos los que lamentan que una generación Logse y otra generación de ni-nis desconozcan el compromiso sincero con la defensa de los valores comunes que hemos venido en llamar Patria o Nación. Es muy probable que para muchos jóvenes españoles resultara muy educativo compartir tres meses con hombres y mujeres de su edad relacionándose con elementales conceptos de disciplina y eficacia.
Respeto, Honor, Entrega y Orgullo, por demás. El Ejército no es más que una síntesis de la sociedad de la que procede y en él moran personas excepcionales y otras no tanto; en aquellos años de mili se daban algunos elementos que creían que tener a su disposición una compañía de esclavos a los que insultar o humillar, pero también se contaban a pares, los que ejercían desde el respeto, el talento, la humanidad y el sentido del deber. Hoy en día, con tantos conceptos vueltos del revés, los militares españoles son un ejemplo en un manojo de disciplinas. Transmitírselo a mucho hombre o mujer viciados por un nihilismo un tanto abandonista no sería un mal negocio. Pero diga algo parecido a los que han hecho del excesivo halago a la juventud —no os esforcéis, nos preocupéis, no luchéis— una costumbre. Te pueden llamar reaccionario a la que te escantilles.