La ira social azuzada por furiosos vigilantes tan dados al relativismo en otros ámbitos produce una cierta inquietud
HACE un par de días multaron con 30 euros a un ciudadano que estaba fumando un cigarrillo en la terraza del Horno San Buenaventura de Sevilla, en la Plaza de la Alfalfa. ¿Cuál era el problema?: en el centro de esa plaza hay un corralito de escasísimo gusto con un par de toboganes para que los chiquillos del barrio se deslicen felices por ellos. Por lo visto la autoridad consideró que la distancia entre ambos elementos no era suficiente para poder aspirar y expulsar el humo libremente. Ni exhalando con toda la fuerza del lobo de los tres cerditos podía llegar un solo microgramo de humo a los niños —que no sé si los había—, pero eso debió darle igual al histérico denunciante que avisó presto a los municipales; estos llegaron, comprobaron que se fumaba e hicieron que cayera sobre ese perplejo tipo todo el peso de la ley.
De este va a ser un panorama común en los próximos meses. La irresponsable, nauseabunda y maloliente invitación a la delación de la ministra de Sanidad va a acarrear que ese tanto por ciento de no fumadores que se ha revestido de los hábitos de un talibán cualquiera se lancen como vigilantes moralistas sobre quienes enciendan un cigarrillo aunque sea en la calle. Afortunadamente, el entendimiento entre la gente normal permitirá que unos y otros se respeten: si en el interior de un bar no se puede fumar, no se fuma, y no creo que pase nada malo: uno no pasa la mañana entera en un bar, con lo que después del café se sale y se prende lo que se quiera. El problema está en aquellos que quieran sumarse al nuevo integrismo moralista tan de moda en la España relativista y nihilista: no denunciamos que una menor pueda abortar sin dar explicaciones a nadie, que se trituren en un fregadero los fetos de no nacidos o que cualquier mierda en una escuela pueda amenazar a un profesor, pero en cambio mostramos —o muestran algunos— una irritación casi histérica si un individuo enciende un cigarrillo al aire libre a muchos metros de unos toboganes vacíos. Se sabe que el número de denuncias que el teléfono de la moral antitabaco —valiente papelón el de Facua, con las cosas que tiene por hacer— ha sido cuantioso, lo que era de esperar: son aquellos que desde su integrismo están dispuestos a darle hecho el trabajo a la Autoridad para que esta no se moleste, son los nuevos ojos de la ley, los que aguardan con su guadaña vigilantes en calles, balcones, miradores varios. El chivato no goza de buena prensa en nuestra sociedad; el espíritu de «cederista» —miembro de los tristemente célebres CDR cubanos, Comités de Defensa de la Revolución, delatores que el régimen tiene en cada esquina del país— no ha estado bien visto en esta sociedad que tanto ha parecido apreciar la libertad individual, pero sin embargo en cuestión tan concreta como el tabaco hay un número indeterminado de ciudadanos que presume de señalar corriendo a un supuesto infractor. Llamativo.
Hace 25 años que este columnista dejó de fumar cigarrillos. Fue la mejor decisión de mi vida. Cuando se tercia, fumo un puro sin tragar el humo y procurando no molestar a nadie, como es lógico. No me molesta el humo pero me parece bien que en el interior de un bar no lo haya. No obstante, de ahí a que se haya instalado una fiebre integrista en nuestra sociedad y que se quiera convertir al fumador en un apestado maldito media un abismo. La ira social azuzada por furiosos vigilantes tan dados al relativismo en otros ámbitos produce una cierta inquietud.
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