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9 de junio de 2004

Palabrería sandía


La sospecha por parte de los políticos de que la demagogia sólo se percibe por la población de forma muy lenta y de que puede ser utilizada merced a la poca memoria de los votantes, hace que estos no tengan reparo ni empacho en utilizar argumentos sonrojantes y contradictorios a la primera de cambio. La reciente izquierda española se está haciendo acreedora al título de campeona mundial de la especialidad: tiene una tendencia algo más resbaladiza a caer en la frase fácil y en elevar un simple slogan a categoría de idea política. Toda la palabrería que se viene produciendo estos días a cuenta de la coyuntura mundial sirve de ejemplo: la decisión de Rodríguez de adelantar sus planes de retirada de tropas de Iraq deja al gobierno español --y a toda la nación-- en una desairada e indefinida posición en el nuevo escenario mundial que se adivina tras los acuerdos francoamericanos; tal medida, precipitada y un tanto irreflexiva, nos puede costar más de un disgusto por el flanco sur, que limita directamente con el moro, y puede suponer para nuestro país un nuevo paseo autárquico por la nada, eso a lo que estamos tan acostumbrados.

La reacción de quienes gestionan esa crisis aparente ha sido la de decir que “España saldrá indudablemente reforzada de este teatro de operaciones” y que “El rearme de Marruecos por parte de los EEUU es una buena noticia”, cosas ambas que, de momento, cuesta creer. En el reciente caso de emigrantes indocumentados encerrados en la Catedral de Barcelona, la izquierda gobernante ha obrado como parece sensato que haga un ejecutivo responsable con dos dedos de frente: negándose a ningún chantaje y utilizando la contundencia para reducir posiciones violentas (por cierto: ¿en cuántas mezquitas permitirían los islamistas encerrarse a un grupo de trabajadores extranjeros a reclamar determinados derechos?; que tomen nota los fundamentalistas laicos). Sin embargo, estos mismos responsables políticos, tan diligentes, eran los que hace poco tiempo elaboraban fraseología barata y oportunista aprovechando los problemas concretos de una serie de inmigrantes indocumentados. Maragall, Clos, Rumí y otros talentos manejaron expresiones como “intolerancia policial” o “posturas fascistas”, haciendo referencia a la entrada de la policía en el templo. En la misma Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, habrá que recordar lo que su estupenda rectora y los entonces confrontados dignatarios de la Junta de Andalucía pudieron llegar a decir cuando fueron desalojados los chantajistas que encerraron a un puñado de trabajadores extranjeros.

 Cuando creemos que la demagogia tiene un límite, comprobamos asombrados que ha sido superado de nuevo: el áspero pero eficaz Borrell ha caído en esa falta de vergüenza torera cuando espetó sin recato que esperaba a Mayor “para debatir en la televisión de todos” a sabiendas que estaba pactado un debate en Antena 3. Ha sido necesaria la Junta Electoral para que finalmente se recondujese la situación. Pero las palabras quedan, aunque sean fácilmente olvidadas por un sistema automático de eliminación que obra en el inconsciente habitualmente dogmático de los que quieren olvidar.

Al tiempo, siempre surgirá quien recuerde lo dicho anteriormente y quien señale la contradicción, pero ello parece importar poco a una clase política que considera que este tipo de inconsistencias están justificadas en el fragor de una campaña electoral o en el desarrollo del ejercicio de oposición, cosas ambas que llevan a que los mítines se vacíen o a que las urnas no se completen. Sin embargo, tanta palabrería barata, engañosa, demagógica no es suficiente para despertar determinadas reacciones contundentes en la masa votante española, que asiste impertérrita a algunas tomaduras de pelo que difícilmente consentiría en sus planos personales o laborales más próximos.


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