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17 de mayo de 2004

Jesús Gil


No me hago a la idea de un Jesús Gil derrotado totalmente, abatido, barrido, postrado, acabado. No le veo sentado con una manta por las piernas y con medio cuerpo inerte. No me imagino a ese volcán inagotable con el cráter reseco.

No sería él. Cuando le conocí --alguna vez lo he escrito-- aún no era el perejil de todas las salsas: era dueño de su empresa y había quedado conmigo para firmar una escritura de compra de aquella mi primera vivienda. Llegó tarde, precedido por un sordo rumor de jaleo escénico y seguido por una innumerable cohorte de señores con papeles; había quedado con diecisiete más, a los que el notario nos despachó con rapidez gracias a la facilidad de aquél grandullón para metérselo en el bolsillo. Me causó la impresión de ser un elefante tras el que había persona. Y desde entonces no han podido con esa impresión todos los líos en los que Jesús se ha ido metiendo, todos los exabruptos, las corruptelas, las demasías, las injusticias: podemos estar en plena efervescencia de barbaridades y a mí se me aparece aquél tipo bonachón con el que firmé una escritura, que luego se metería en el lío enorme del fútbol presidiendo un equipo eternamente aspirante a todo y que más tarde arrasó en las elecciones para alcalde del pueblo más turísticamente pregonado de España. En ambas disciplinas es más que probable que sean muchos los que tengan razones para detestarle, pero no sería justo que olvidaramos a los que las tienen para quererle.

Siempre le dije que si fuera ciudadano de Marbella no le votaría jamás, pero también le aseguré que, en contra de lo que muchos pregonaban, yo era de los que tomaba nota del resultado de las elecciones y me preguntaba, al menos, qué hacía que le votaran masivamente. Lo del fútbol le costó mucho, pero le proporcionó el placer de una victoria histórica, el doblete del Atleti, que le debió hacer el hombre más feliz del mundo, como se lo hicieron los suyos, su familia. Y los amigos, que los tiene, aunque algunos se hayan tapado cuando las cosas han venido avinagradas.

Esa mole que se aparecía en bañador en su programa televisivo de aquél verano, ese broncas futbolero, ese alcalde desconcertante, inesperado, ese empresario inagotable, anda en los umbrales del abatimiento, tal vez los últimos. Prescindo ahora de valoraciones profesionales y políticas que prefiero brindárselas a algún carroñero de última hora y me quedo con la persona que digo que hay tras el personaje. Le envío un abrazo de imposible consuelo a la familia y otro a él, en la certeza casi invariable de que ya no podré dárselo. Recuerdo que cuando ha escrito de esta manera de él, incluso en los momentos más difíciles, no pocos me llamaban la atención por situarme humanamente cerca de un personaje más que controvertido.
Nunca me importó. Hoy lo vuelvo a hacer quizá por última vez pero igual de convencido.


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