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27 de julio de 2001

Gila: se fue la risa de los que no ríen


Una risa húmeda y salada viene cruzando el azul de los olimpos. Es una risa salida de los adentros, con aire a risa de siempre, con sabor a latigazo de azúcar. La risa de Gila, de Miguel Gila. La risa honda de las cosas absurdas. La risa de los que no se ríen.
No recuerdo haber visto reír a Gila. Trabajé muchas noches a su vera, en los distintos programas de televisión que uno ha venido haciendo a lo largo de su disparatada carrera. Jamás le escuché, siquiera, el golpe seco de una carcajada: Miguel era hombre de sonrisas cargadas de intención, cargadas de silencio eléctrico. Con ese empaque, se ha llevado una vida regalando risa a los que se asomaban repetidamente al balcón de su talento, a los que suplican inteligencia sencilla hartos ya de la risotada pegajosa y bajuna que se gastan los tiempos.

Todos se han rendido al acierto de un hombre serio cargado de comicidad con aspecto de cartero rural y con un puñado de rarezas

Su decir estaba afinado como el violín de un virtuoso y estaba lleno de metáforas imposibles -como toda metáfora que se precie-- y de la carga silenciosa de todo buen veneno. Su hacer era personal, intransferible y solitario: un hombre solo frente a una muchedumbre, ante el pelotón de ejecución del público, es siempre un hombre valiente pero no siempre un hombre acertado. El Gila del taburete y teléfono era, en cambio, un lanzador de dardos con la puntería más endiablada jamás vista: dio en el blanco a tres o cuatro generaciones diferentes de individuos, desde los que conjugaron el hambre con las risas y las lágrimas hasta los que viven más pendientes del microchip que del salchichón.

Con ese empaque, se ha llevado una vida regalando risa a los que se asomaban repetidamente al balcón de su talento

Todos se han rendido al acierto de un hombre serio cargado de comicidad, con aspecto de cartero rural y con un pequeño puñado de rarezas. Algunos se preguntan qué nos queda después de Groucho, de Tip, de Gila, qué nos queda en el armario de la genialidad, dónde están los héroes que hacen hervir la risa. A buen seguro que por alguna parte deben correr, pero es verdad que ahora mismo no se me ocurre ninguno. Estos tipos incomparables crean escuela pero se llevan las llaves. Aquí nos quedamos una pandilla de huérfanos buscando a ciegas el interruptor de la luz, pidiendo el número del más allá, recreándonos en la memoria. Ochenta y dos años singulares acaban de cerrarse en la ciudad en la que creció. Cada uno de esos años lleva escrito el misterio de un tiempo irrepetible que le hizo decir lo que dijo y que le hizo ser como fue: impar, difícil, magistral. Su teléfono martillea hoy inconsolable el aire azulado de la ausencia.


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