Los asesinatos de marzo, de aquél sombrío día once, han cambiado no pocas cosas en España: la vida de muchas familias en primer lugar, la propia distribución política del futuro gobierno a continuación y no pocas circunstancias menos importantes pero suficientemente trascendentes para finalizar. Una de las que se verá afectada por elementales criterios de seguridad habrá de ser la boda, la gran boda, la boda por excelencia, la madre de todas las bodas habidas y por haber. Después de saber que es posible que un nutrido grupo de terroristas islámicos burle cualquier prevención y coloque quince bombas en tres trenes, toda vigilancia es poca para impedir que otro grupo de fanáticos arruine uno de los días más esperados por la España cotidiana: nuestro país ha sabido que es objetivo de la sinrazón asesina de los islamistas –y de algunos más, evidentemente-- y tiene un temor objetivo a volver a ser blanco de las diferentes iras que devastan vidas inocentes.
Las fuerzas de seguridad van a convertir los aledaños de la boda –y toda la capital de paso-- en un seguro fortín, con todas las incomodidades que eso pueda suponer y con todas las prevenciones que sean contemplables: piensen en lo apetitosos que resultan tantos Jefes de Estado, tantos mandatarios, tanta repercusión y tanta capacidad de hacer daño. Por si ello fuera poco, la muerte de tantos compatriotas hace desaconsejable cualquier celebración más allá de lo recatado: un digno sentido de la oportunidad ha inducido a los contrayentes a eliminar de su agenda aquellos actos –por lo general normales en cualquier pareja que se casa-- en los que se exterioriza una alegría desmesurada, desde despedidas de solteros a fuegos artificiales. No está la nación para muchas lucecitas de colores.
Una vez más, la Casa Real ha exhibido una delicadeza digna de aplauso al recortar unas celebraciones que tiempo tendrán de hacer los novios así haya pasado un tiempo, así vayan cerrando unas heridas que ahora se ven abiertas de par en par, eternamente lacerantes. No habrá, pues, más alegría gestual que la propiamente imprescindible. Ello será muy bien comprendido por una población, la española, que aún derrama lágrimas por ciento noventa de los suyos y que, aunque le guste asistir a la escenificación de un cuento de hadas, no olvida que pocos días atrás fue la protagonista de uno de los cuentos de horror más terribles de toda su historia.
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