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6 de julio de 2001

Los 40 años que no cumplirá Diana


Me acuerdo del día en que cumplí cuarenta años: tal terrible sensación de envejecimiento y enfado se apoderó de mi cuerpo que no consentí que nadie osase felicitarme. Es más, creo que me encerré en una habitación y pasé el día lamentando mi treintena perdida y haciendo oídos sordos a los que aporreaban la puerta. De eso ya va a hacer cuatro años y sólo me saca del desagrado ver cómo otros contemporáneos míos pasan la raya del cuatro y se van incorporando a la tercera edad. Resulta que esta semana hubiera cumplido cuarenta, sin ir más lejos, Lady Di. Cuando murió, vete a saber si por milagro del amor o de su ciclo biológico, estaba en su época más hermosa: fresca, sonriente, bellísima. Parecía enamorada y parecía también haber llegado a ese punto en el que le importaba un carámbano la Corona y la madre de la Corona.

A Diana, en cualquier caso, no la mató un grupo de reporteros, la mató un chófer beodo y una extraña prisa por huir a ninguna parte

Apuntaba maneras para alcanzar la cima de los cuarenta en espléndida forma, quién sabe si con nuevo marido. Aquella carrera enloquecida por los puentes del Sena se llevó para siempre la secreta esperanza de su amorío y esa media sonrisa de niña tristona que hacía de su cara un reclamo para el beso. Una vez se han hecho en la vida todas las tonterías que se pueden hacer -y en eso Diana era especialista consumada- ya todo empieza a dar igual. Se pierden complejos, se dan menos explicaciones e importa poco una irritación más. Iba a casarse, se supone, con un individuo políticamente incorrecto del que decían que esperaba un hijo y no le afectaba el escándalo que eso hubiera podido ocasionar. Ya ven.

Ahora recordaremos su sonrisa desvaída y sus esperanzas estrelladas contra el granito de aquella permanente escapada

A Diana, en cualquier caso, no la mató un grupo de reporteros, la mató un chófer beodo y una extraña prisa por huir a ninguna parte. Hoy parece que la Justicia quiere revisar la acusación que se formuló en su día contra los fotógrafos que la perseguían a escape abierto y que, suponen algunos, no actuaron correctamente, al preocuparse antes por su reportaje que por ayudar a los heridos. Podrían haber elegido un paseo a treinta por hora, una entrada serena en su inmueble y hoy estarían vivos. Pero Diana empezaba a huir de su propia sombra y de un pasado que la lastraba. Ella sola se metió en todas las trampas y, aunque supo salir de alguna, no pudo desprenderse de esa piel pegajosa que es la fama desproporcionada. Esa la mató. Ahora, al apagar sus cuarenta velas en la tarta desmerengada de su vida, recordaremos su sonrisa desvaída y sus esperanzas estrelladas contra el granito de aquella permanente escapada.


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