Los nacionalistas catalanes saben que tienen entre doce y veinte meses para hacer paté de los hígados zapateristas
QUE a nadie sorprenda el nervioso ataque de independentismo sufrido y extravasado esta semana por Jordi Pujol y sus adláteres: siempre lo han sido, aunque lo deseen a medias. Tanto el veterano dirigente nacionalista, tildado repetidamente de «
moderado», como los cachorros que ha criado a sus nutridos pechos esconden en sus meandros una corriente indudablemente secesionista que se corresponde, consecuentemente, a su corazón nacionalista. Nada que reprochar: cada uno es lo que quiere ser —aunque la razón y el sentido común desdiga algunas voluntades frívolas e irreflexivas—, pero la ciudadanía que trasiega a diario con las cuitas de la vida moderna, tan antigua a la vez, no está para ser sometida a tensiones inútiles, estériles, melancólicamente absurdas. Amenazar a estas alturas con la independencia de Cataluña tiene menos efectos que exhibir un matasuegras en cualquier sesión plenaria del Congreso de los Diputados: no sólo no asusta a nadie, sino que puede, incluso, excitar a unos cuantos deseosos de quitarse de en medio la monserga permanente de escuchar lamentos irritados.
Es evidente que, en los jardines interiores, agitar agravios de vecindad acarrea pólvora sentimental y arrebatos de dignidad ofendida, pero difícilmente llega más allá de una revolución de bloque de vecinos en su tiempo libre. La independencia de Cataluña, la real, la efectiva, la que supone ponerse a la cola de los países que quieren entrar en la UE, la que significa tenerse que beber todo el vino criado en esa digna tierra, la que implica organizar una liga particular deporte por deporte, la que provoca perder decenas de puntos de su PIB, no interesa más que a unos cuantos espíritus simples e inflamados. Cualquier cabeza medianamente amueblada sabe que una declaración de independencia, cinematográficamente atractiva, épica como una colección de cromos, motivo indudable de pintores baratos, significa la ruina, el aislamiento sentimental, la anécdota histórica y el enfrentamiento civil, cuando no el éxodo o la huida.
Por todo ello hay que situar toda esa verborrea pujolista en su exacto término: a los nacionalistas catalanes no les interesa la independencia, les interesa el independentismo, que es mucho más rentable. La independencia real significaría renunciar a un mercado natural, el español, que resuelve la venta del producto catalán, tan interesante y competitivo, desde el bancario hasta el vitivinícola. El independentismo, en cambio, no es más que un juego de salón, una amenaza permanente, una constante irritación de colon con la que amenazar, tensar, indisponer y excitar respuestas desabridas para así poder mesarse las barbas de patriarca y pronunciar las palabras mágicas que habrán de levantar a un pueblo indignado: «¡nos odian!».
Mediante la independencia llegaría una felicidad postural de no muy largo recorrido, pero mediante el independentismo llegan acuerdos políticos de interés nada despreciable: si los votos de CiU son necesarios para acabar la legislatura, excitarán el ambiente mediante proclamas medievales para obtener, por ejemplo, autorización para emitir bonos, deuda, con la que salir del embrollo en que les ha metido su propia ansia de jugar a los Estados, su propia soberbia presupuestaria, su gasto sin recato por reforzar diariamente la identidad. Aún así, no deberían molestarse tanto: el gobierno será comprensivo y ellos lo saben. Los nacionalistas catalanes saben que tienen entre doce y veinte meses para hacer paté de los hígados zapateristas, más allá de las reivindicaciones razonables que en materia presupuestaria puedan elevar. Durante ese tiempo, la comedia independentista se representará en sesiones de tarde y noche. Háganse a la idea.