En Andalucía todo ha sido posible gracias a la impunidad que garantiza saberse inviolable
NO sé dónde están los indignados andaluces, en qué calle manifiestan su cabreo, frente a qué domicilios vociferan sus consignas, ante qué instituciones despliegan sus pancartas al fin de testificar su enfado por el mangazo descomunal provocado por los ERE falsos surgidos del «fondo de reptiles» de la Junta de Andalucía. No he visto a ninguno de ellos exhibiendo sábanas pintadas con letra negra en la que se tilde a nadie de ladrón. No he escuchado bocinas sonando frente a alguna Consejería. Ni manifestaciones de repudio en cualquiera de las comparecencias públicas de los dignatarios de la Administración autonómica. Será que no he estado pendiente. O será que la indignación no ha alcanzado la dosis necesaria para que algunos la expresen con la contundencia acostumbrada ante otros casos, no sé.
Ya sabemos que, como decía genialmente Manuel Contreras en un tweet, Mercedes Alaya no será Medalla de Andalucía el próximo 28F, pero sí debemos apercibirnos de que una juez de aspecto delicado y secarrón merece el reconocimiento de los andaluces que creemos que la impunidad del régimen merece un correctivo. Alaya está cuidando hasta el desespero la instrucción del proceso, esa madeja infernalmente complicada que hay que deshacer con mimo de orfebre y que no somos capaces de entrever cómo puede acabar, y que consiste en no imputar a quien no debe hacerlo con tal de que no le retiren la autoridad del caso. De momento, bastante hay con lo que se nos presenta ante nuestros ojos: durante no pocos años se ha ejercitado un músculo paralelo al de la Administración mediante el cual se ha alimentado un sistema de expolio de fondos públicos con el que repartir dinero de los andaluces -de los parados andaluces- a mayor beneficio de personal mimosamente seleccionado. Ello no se ha puesto en marcha por cuatro golfos, sino por un desahogado sistema de empleados públicos que, despreciando elementales sistemas de control, ha obrado con total impunidad en el convencimiento de que nada podía afectarles ni toserles.
La última iniciativa de la juez busca a los que se han favorecido de la intermediación y a los que se han llevado el mordisco de los conseguidores mediante el cobro de facturas desorbitadas: nada ha podido, de momento, pararla, ni las maniobras para arrebatarle caso por parte de los paniaguados del Tribunal Superior de Justicia de Andalucia, ni el intento de cambiar de magistrado, ni la mentira machacona de insistir en eso de que la Junta fue la primera en denunciar el caso en cuanto tuvo conocimiento de ello. Alaya se ha propuesto saber hasta dónde llegaba el conocimiento de la malversación y va a acabar consiguiendo saberlo aún bien de que un manojo de cobardones quieran ponerse de perfil.
En Andalucía, por más que algunos quieran silbar mientras se cierne sobre ellos el peso de la sospecha, se sabe que todo ha sido posible gracias a la impunidad que garantiza saberse inviolable. La garantía de los votos clientelares propició una y otra vez la sensación de que ningún despropósito causaba estropicio electoral alguno: no importa lo que hagamos ya que nos van a votar hasta la náusea. Visto que no hay escarmiento electoral, puede que el único que quede sea judicial, aunque para eso hagan falta magistrados a los que no les afecte el miedo escénico de enfrentarse al gran rodillo del poder socialista. Alaya ha dado el paso y se ha convertido en la última esperanza blanca -casi de porcelana- en la pelea contra la todopoderosa maquinaria administrativa controlada por el partido socialista. De la eficacia de sus procedimientos depende muy mucho la salud política de una comunidad en la que la narcotizada opinión pública no exige debidamente responsabilidades por los desastrosos indicadores sociales y económicos que la colocan a la cola de todas las regiones europeas.
Le deseamos suerte en el intento.