ES muy difícil transformar la realidad. Tanto como convertir en oro cualquier metal. Los datos fríos, ásperos, desagradables como un arañazo en la espalda, sólo invitan al desaliento. Los españoles que anteayer salieron de viaje a cualquier parte lo hicieron, también, huyendo del bombardeo seco de las cifras y de la negra espesura del futuro inmediato. Siquiera unos días para olvidar que estamos pasando por el túnel más largo, negro e irrespirable de nuestra historia moderna. ¿Hay lugar para el optimismo?
Cuando el anterior Gobierno de España pedía a los medios y a todos los interlocutores sociales un esfuerzo patriótico para ser optimistas y no nombrar en exceso la bicha de la crisis, sabemos que estaba pidiendo disimular, mirar para otro lado, evitar brotes realistas que sonaban como puñaladas en el esparto. Lamentablemente, aquél gobierno fue el primero en creerse el cuento de que, disimulando no ver la realidad, ésta cambiaría su rostro. Los polvos acaban mudando en lodos y hoy es el día en el que un gobierno que presume de decir la verdad tiene que afrontar un segundo ciclo de reformas estructurales para capear el asalto de aquellos que nos tienen que prestar dinero para seguir con la luz encendida. Y dice a diario que lo que nos espera es duro y severo. ¡Como si lo que nos ha traído hasta aquí no lo hubiera sido! La pregunta que a menudo nos hacemos los que acarreamos las noticias hasta el público en general es si nos falta un tinte de esperanza en nuestro relato. No se trata tanto de no decir lo que pasa como de añadir un mapa de salidas de emergencia para aquellos que sienten verdadero agobio por el tránsito de las cosas. ¿Lo estamos haciendo?: sinceramente creo que no.
El Gobierno ha afrontado en sus primeros cien días de existencia una agenda reformista ciertamente quirúrgica: los presupuestos han parecido un catálogo de podadoras industriales, la reforma laboral ha cambiado el mercado de trabajo renqueante desde el franquismo, los impuestos y las tasas han subido hasta límites inauditos en la Europa comunitaria, una férrea ley de estabilidad va a prohibir gastar a cualquier tipo de gobierno más de lo que ingrese y una polémica amnistía fiscal va a intentar rascar algún dinero de los bolsillos de aquellos que se llevaron la pasta en billetes de 500 al agujero negro de Suiza. Todo ello, sin embargo, no ha bastado para que de forma inmediata se vean resultados tanto en las cifras de paro como en los indicadores que valoran la salud de nuestra deuda y nuestro atractivo como receptáculo de inversiones. Ello lleva, inmediatamente, al desaliento. Como si no bastase con ello, los compradores de deuda quieren más, y Bruselas exige más, lo que nos lleva a preguntar: ¿Cómo estaba esto entonces para que ni siquiera amputando mejore el enfermo? ¿Qué más esperan que podamos hacer los españoles después de sufrir lo anteriormente dicho?
Ahí, supongo, entra lo del mapa de salidas de emergencia. En este Viernes Santo de luto, algunos aliviamos la pena histórica de la muerte del Hijo de Dios con el convencimiento y la certeza de que el Domingo resucita y viaja a los cielos. Hay que creer, basar la esperanza en el convencimiento de que pagando lo que debemos volveremos a crecer, y confiar en que se resucita si se emplea la cabeza y la prudencia. La economía española está metida en un sepulcro y es trabajo de todos resucitarla. El paro tardará en virar su tendencia, pero lo hará, en contra de lo que creen algunos de forma agorera. El PIB repuntará antes o después y los inversores volverán a apostar por las empresas españolas. No será hoy, que es viernes, pero sí en un par de días (un par de años), cuando llegue el domingo. Confiemos…