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5 de julio de 2013 | ||
De Cantabria a León |
Cruzar de Cantabria a León es atiborrarse de la calma, aturdirse por el silencio de la altura
A Pilar G.B.
ANTES de que Almanzor, el gran caudillo andalusí, perdiera su tambor en Calatañazor, los peregrinos a Santiago y al Fin de la Tierra preferían frecuentar la cornisa cantábrica y las escarpadas sendas del norte, alejadas de las acometidas moras y algo más seguras que la senda que luego se constituiría como el gran camino europeo y que hoy conoce el mundo entero como el Camino Francés. De aquella quedó la tradición primitiva de peregrinar por montañas indómitas, en las que asombrarse con el desparrame de ese sangrado de arboledas que es el pasto, la roca, el monte bajo, los hayedos y toda la bruma que la altura nebulosa es capaz de regalar amanecer tras amanecer. El caminante de hoy toma la Senda de Remoña, después de dejar el embriagador Potes de los riscos y el río, después de ascender hasta la pared prodigiosa de farallones calizos que abraza Fuente Dé, y entra en territorio de soledad, la que se lleva a la espalda, guarecida en una mochila, oculta en el inexplicable ansia de subir más arriba de lo posible. Vengo de caminar desde Cantabria a León, como los Vadinienses primitivos, por las sendas que llevan a los casi dos mil metros de Horcada de Valcavao (que a mi me parecieron muchísimos más), la cúspide de todos los Caminos a Santiago, donde dicen que habitan los rebecos que no vi, ni los urogallos que no se dignaron a responderme, ni los osos que tenían mejores cosas que hacer que preocuparse por un tipo al que le faltaba la respiración para cumplir la máxima de caminar por encima de todo. Una montaña, dijo el poeta, es algo más que tierra amontonada, y esta de los Picos de Europa está enferma de retama, amarillea en sus cumbres y, a estas alturas de julio, aún conserva los neveros, los que alguien describió como el colorete blanco con el que decoran los montes sus mejillas, el polvo de talco esparcido sobre las cumbres que en invierno fueron borrascosas. Cruzar de Cantabria a León es atiborrarse de la calma de las cosas, aturdirse por el silencio de la altura, pasmarse ante la majestuosidad rocosa de los siglos: quien quiera algarabía de verano y cruce de culturas caminantes mejor dirija sus pasos a las llanadas castellanas, riojanas, a los hermosos montes bercianos de choperas y calizas, al paisaje cerealista que corretea de Navarra hasta Tierra de campos. Quien quiera escudriñar los sueños que se esconden entre las arboledas, en cambio, que se venga a la fatiga del ascenso y el posterior descenso desde Pondetrave hasta Portilla de la Reina. Y que luego se deslice desde el embalse de Riaño, ese mar breve que ahoga viejas espadañas, por la calzada romana que te deja a los pies de Cistierna, y, a la larga, a las faldas del Monasterio Cisterciense de Santa María de Gradefes, donde la desnudez benedictina se hace libro abierto del paso del románico al gótico.
Cruzar de Cantabria a León, mirando de refilón la turbadora Asturias que mira la historia desde el minarete de su trascendencia inevitable, es leer una de las sendas que hicieron España desde la resistencia imbatible a cualquier invasor. Es garantizarse ese mar agitado en el que uno da cuenta de su capacidad para enfrentarse a sí mismo. Es alguna neblina antigua, alguna guarida de la tierra vieja, algunos arbustos sigilosos, el dolor de alguna sombra, algún ruido somnoliento y lento como los arrullos del bosque; es subir, subir sin descanso, y luego bajar para hacer de esa soledad el imperio de la conciencia que describió Becquer en una noche de borrachera feliz.
El reto les está esperando. Los veranos se hicieron para caminar. Los caminos se hicieron para alfombrar los sueños. Sueños pilladores que van de Cantabria a León.
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