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24 de enero de 2014

El vitriolo de Uriarte


Acostumbrados como estábamos a elementos de la catadura miserable de Setién y Uriarte, Munilla parece Juan XXIII
 

HA vuelto el obispo por do solía. Emérito pero activo, Juan María Uriarte ha dejado pasar apenas medio año para manifestar de nuevo su angelical equidistancia postural entre muertos y matadores. Hace unos meses sorprendió Uriarte a la afición con la peculiar afirmación de que víctimas y verdugos debían pedirse perdón mutuamente. No lo dijo así, pero es eso lo que venía a significar cuando afirmaba que los asesinos de ETA debían disculparse por sus acciones y la Fuerzas de Seguridad del Estado, y el Estado mismo, también debían hacerlo por los muertos causados a la banda. En esta ocasión, Uriarte ha creído conveniente asumir como suyas las tesis y prácticas políticas de Arnaldo Otegui (el pretendido Mandela euskaldún) al que ha venido a considerar como uno de los actores esenciales para conseguir la paz tan deseada por los vascos (y vascas, supongo). Está de más aclarar que Otegui está en prisión por reorganizar Batasuna, formación política ligada a ETA y con amplio historial delictivo a sus espaldas.

No ha mucho tiempo Uriarte dio su bendición al estomagante informe del Gobierno vasco en el que se cuantificaban los muertos a los que honrar y en el que se mezclaban como si tal a víctimas del terrorismo y a terroristas fallecidos como consecuencia de la actuación de Policía y Guardia Civil. Equidistancia exquisita en estado puro. Equidistancia canalla para suscribir un cínico recuento de muertos en el que caben unos y otros, hijos todos de Dios, junto a los que hay que estar en nombre de la caridad cristiana. Uriarte, como ocurrió con el maléfico Setién, evidencia que ETA nació al calor de seminarios, sacristías y algún que otro revuelo de sotanas: esa iglesia cierto es que condenó los asesinatos de la banda, pero también lo es que amparó y defendió a los asesinos, despreció a las víctimas, negó sus servicios fúnebres y se desentendió de cualquier consuelo espiritual. El clero vasco, en una inmensa mayoría de la que habría que descontar pocas y honrosas excepciones, fue piadoso con los crueles y cruel con los piadosos, ignoró a los hijos que sufrían por la acción de la goma dos y consoló a los que manejaban la ira y la pólvora. Uriarte fue uno de ellos, uno de los que haciéndose el equidistante sabía que estaba más cerca del verdugo. Uriarte fue y es de los que no ha querido que ETA pase a la historia como una organización derrotada, de los que avalan la solución «pelillos a la mar», de los que no quieren un paisaje de vencedores y vencidos. Y no le importa que se sepa.

Quedará pendiente para décadas muy lejanas la autocrítica de la Iglesia vasca antes de que reconozca que desistió de su obligación de defender a los débiles, que colaboró con muchas estructuras de la banda terrorista ocultando asesinos o chivándose a colaboradores e informadores, que alentó la intolerancia, que desobedeció las más elementales reglas del Humanismo Cristiano y que fue un factor esencial en retrasar el final de un nutrido grupo de asesinos que, por cierto, jamás actuaron contra clérigo alguno.

Cuando Uriarte fue sustituido por el muy distinto obispo Munilla, éste fue recibido por un comunicado del ochenta por ciento del clero vasco contrario a su nombramiento y por afirmaciones de políticos nacionalistas (Eguibar) que le acusaban de «ultraconservador» (en línea a aquello que dijeron de «el tal Blázquez», el «loro viejo» que no aprendería vascuence). Afortunadamente hay un antes y un después en la sede del obispado donostiarra. Acostumbrados como estábamos a elementos de la catadura miserable de Setién y Uriarte, Munilla parece Juan XXIII. Ahora emérito, no obstante, Uriarte anda suelto. Y no pierde oportunidad para echarle vitriolo a las heridas.

 


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