ESPAÑA es un atractivo propósito, una sugestiva propuesta, incierta y apasionada, de futuro impredecible. España es terreno de juego embarrado sobre el que pueden construirse todas las pasiones, masa de nación amalgamada sin uniformidad, tablero irregular sobre el que son incapaces de guardar equilibrio las fichas de la historia. España parece un acopio de contradicciones insalvables, un saco de deshechos históricos, un morral de buenas intenciones siempre traicionadas por las urgencias y las prisas. España es una víctima del cortoplacismo, de la hipermetropía, de la excesiva salivación, del exceso muscular, del desafío de taberna, del eructo ideológico, de la acidez interclasista. A España habrá de pesarle su historia escrita con los ases de bastos de la baraja, su malditismo negro trabajado por traidores, sus leyendas cimentadas en derrotas inexplicables, sus interminables cien metros finales en la carrera por una parcela en el mundo a la que siempre ha llegado tarde; pero, aún así, esta España irresoluta e irreverente, perpleja y sabihonda, taurófila y taurófoba, piadosa y anticlerical, ácrata y obediente, festiva y trágica, podrá atisbar un horizonte claro y un futuro modestamente razonable si orilla su propio ser y se transforma en un terreno abonado para el único ejercicio en el que se ha demostrado poco propicia: el acuerdo.
Diga lo que diga la expresión política de España manifestada en diputados y senadores, este viejo solar europeo resuelto en navajazos y pendencias sólo podrá atisbar un futuro razonablemente asumible si sustancia en su seno un pacto entre verdes, azules, amarillos y colorados, altos y bajos, rubios y morenos, ricos y pobres, empleadores y empleados, naturales e inmigrantes y otros tantos así. Si este suelo patrio deja pasar la oportunidad de arremeter a la par contra los desafíos, habrá condenado su existencia a los avernos absurdos de, quien pudiendo evitar la desgracia, ha sido incapaz de edificar un consenso elemental entre su población.
No es fácil ser español y, menos aún, manifestarse como tal en casi todos los territorios. Hablar de España desde el orgullo es despertar demasiadas sospechas como para que ésta resulte atractiva. Se atribuye a la españolidad desacomplejada un cierto atavismo que, como tal, deja en posición demodéa quien la sostiene: resulta mucho más práctico declararse militante sentimental de estructuras menores, respetables en cualquier caso, pero hijas de una cierta precipitación de la historia. La españolidad moderna transita por tierras de disumulo, lo cual le ofrece la contrapartida de justificarse en posturas algo más modernas que las que se fundan tan sólo en una proclama biológico-vinícola de la patria y su circunstancia. Es el momento del patriotismo del pacto que haga posible un escenario vivible a las generaciones venideras, esas que estudiarán las tribulaciones de las dos primeras décadas del siglo: de nuestro comportamiento dependerá su bienestar de mañana y de nuestra interpretación de la grandeza, el juicio al que vayamos a ser sometidos.
Una de las características de las generaciones protagonistas de periodos históricos determinantes es que ninguna se ha apercibido de estar protagonizando un pasaje crucial de su devenir futuro como sociedad. Hoy, que podemos contemplar la Historia ante nuestros ojos con cierto conocimiento analítico, deberíamos asumir que esta encrucijada no es como las recientes: tanto nosotros como aquellos que tienen nuestro mandato para el gobierno de las cosas debemos poner en práctica la poca habitual costumbre del trato. Un pacto de futuro es imprescindible. Un acuerdo que vigorice nuestra estructura como sociedad y que nos haga fuertes ante los envites externos y los desafíos ante los que nos debatimos como colectivo. Nuestro país merece que estemos a la altura de quienes han de sucedernos en el difícil trabajo de ser españoles.