Deambulan por los pasillos del Congreso haciendo lo posible por ser conocidos y apuran su imaginación para dejar caer sus boutades
SON como las vedettes de relleno. Como los cómicos de complemento en todo espectáculo de grandes figuras que se precie. Durante años recorrieron las ferias de España en teatros ambulantes conviviendo con la mujer peluda o el hombre de dos cabezas, a razón de tres sesiones por día. Iban y venían y alegraban al personal menos exigente con chistes simples e insinuaciones un tanto primarias. Eran artistas que merecían un respeto que estos otros, a los que vengo a referirme, no logran obtener ni siquiera en sus apariciones más contenidas. Son los frikies del Parlamento, los que deambulan por los pasillos del Congreso haciendo lo posible por ser conocidos, los que apuran su imaginación para aprovechar los tres minutos de gloria que reglamentariamente les corresponde y dejar caer alguna boutade con la que epatar a sus seguidores, tan singulares como ellos. No todos los pobladores del Grupo Mixto son así, evidentemente, pero la mayoría de los que atesoran perfil tan absurdo pertenecen a el. Ayer gozaron de su minuto de gloria un par de estos enternecedores especímenes.
Joan Baldoví, el representante de Compromís, cuya presencia en el Parlamento es una fehaciente demostración de que en todas partes tiene que haber de todo, accedió a la tribuna del Congreso con un acopio de sobres en los que, según su performance, igual proliferaban las chuches como las expresiones del corte de «¡que se jodan!», densidad artística que relata la altura intelectual del contenido político de la formación. El habitualmente malhumorado representante del BNG -¿por qué necesitarán exhibir una portentosa sensación avinagrada cada vez que toman la palabra?- no vino a añadir chiste alguno a la entretenida tarde que cerraba el debate, pero añadió un tono de herida permanente y deuda insatisfecha que le dio notable dramatismo a la jornada parlamentaria. Un diputado siempre a un milímetro de la ira es extraordinariamente teatral, y a los suyos les transmite una gran sensación de plenitud reivindicativa. Aunque luego nadie les haga caso.
Pero el bombero torero por excelencia es, por méritos propios, Alfred Bosch, de ERC. Entiendo a quienes sientan debilidad por sus intervenciones, alguna de ellas de aurora boreal. Ayer dejó un par de perlas muy propias del Teatro Chino de cada feria de la memoria. ¿Cómo se solventa en un pis pas el drama de los deshaucios?: sencillísimo, eliminando el dinero de los toros. No sabemos cómo se desarrolla la propuesta porque no acabó de explicar su intríngulis, pero el chistoso diputado catalán a algunos nos tiene intrigadísimos, ya que no sabemos si atendiendo al magma de su ideología lo que propone es confiscar las taquillas o prohibir la venta de entradas en los cosos y convertir la Fiesta en un espectáculo gratuito. Es sabido que en algunos cerebros primarios como el del cómico independentista cabe cualquier coheterío de fiesta mayor, pero oírlos en tribuna pública causa un regocijo indescriptible. La siguiente hacía referencia a los recortes en los presupuestos destinados a Educación, los cuales, según Bosch, debían enriquecerse mediante transferencias de otras partidas mucho menos importantes: lo extraordinario es que instaba al gobierno a dejar de proveer fondos para comprar «juguetes de destrucción» y trasladarlos a temas educativos. ¿Y que significado esconde tan hermosa metáfora?: reducir presupuestos de Defensa, suponemos. Osea, cambiemos misiles por cuadernos, tanques con los que arrasar negritos por lápices de colores, aviones con los que asustar catalanes indefensos por libros de Andersen y Burroughs, ¡fusiles con los que tirotear siluetas por microscopios con los que aprender la diferencia entre una ameba y un paramecio! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes?Tras ellos languidecen las luces del escenario, el público se retira a sus menesteres y queda un suelo alfombrado de cáscaras y risotadas. Una vez más nos han alegrado el largo bostezo de una tarde de invierno.