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16 de noviembre de 2012

Una víctima de dieciséis años


 

La muerte de Mónica, a quien Dios le guarde el mejor de sus jardines, nos obliga a extremar las alertas

 

Su nombre era Mónica, tenía apenas dieciséis años y era alumna del IES San Juan de Ávila de Ciudad Real. Después de cuatro días en la UVI de un centro hospitalario falleció como consecuencia de haber tratado de quitarse la vida. ¿Qué hace que una joven en la etapa más fascinante de su vida pretenda -y consiga- suicidarse? Cuesta entrar en la cabeza de quien ya se fue y queda tan solo investigar cómo fueron sus horas previas a la muerte, sus meses anteriores a la depresión que la llevó a decidir que mejor fuera que dentro. Se sabe que Mónica denunció los acosos y abusos que, en edad escolar, tantas frustraciones e infiernos les cuestan a aquellos más apocados o tímidos que pueblan un aula. Se sabe que Mónica era increpada a diario por unos cuantos compañeros de clase que, según informa ABC, la obligaban a viajar de pie en el autobús escolar, entre otras cosas. Se sabe que los padres de la chiquilla, ecuatorianos ellos, advirtieron a la dirección del colegio la incomodidad que mostraba su hija por el trato vejatorio a la que era sometida por unos determinados individuos, y se sabe también que el jefe de Estudios, los profesores y la dirección del centro le quitaron importancia al asunto. Hoy, a buen seguro, lo están lamentando.

 

Uno de cada cuatro jóvenes, dicen las estadísticas, sufre acoso escolar. La mayoría pasa por encima, no sin sufrimientos, y procura cerrar sus heridas con el tiempo. Algunos le echan valor, se enfrentan a los chulos y salen victoriosos; los menos. Otros, como Jokin, el joven de Fuenterrabía de 14 años que se quitó la vida un tiempo atrás, sucumben en el intento. Mónica era de estos últimos. Sabemos lo que se cuece en las aulas desde que nosotros mismos las pisamos: es una pequeña jungla en la que hay que sobrevivir a base de valentía, intuición y resistencia. Los matones escolares son tan antiguos como la misma escuela y siempre que se sea fuerte, práctico, listo o bravo, se puede sobrellevar la situación. Pero no todos son así: aquellos predispuestos a hundirse en la tristeza de sentirse excluidos pasan auténticos calvarios a consecuencia de las ganas de divertirse que tienen los más desahogados, que siempre buscan y encuentran al débil. Los colegios, como las calles, como la vida, cuentan con algunos hijos de puta, amparados por determinadas fortalezas y por alguna que otra ausencia de autoridad, que dan por hechas superioridades elementales que les licencian para ser los malos de la película. Si nadie les reconvierte, el mal es inevitable. Muchos profesores saben que no pueden ir más allá de una modesta regañina: increpar a algún dictadorzuelo de este jaez conlleva alguna incomodidad amparada por los insensatos programas de laminación de autoridad a la que ha sido sometido el profesorado español. Muchos de ellos resultan todopoderosos y son, incomprensiblemente, amparados por sus propios padres, con lo que en no pocas ocasiones el profesorado recibe doblemente, del alumno y de sus estúpidos progenitores.

 

Un chiquillo feo, débil o apocado, deberá desarrollar un sistema de supervivencia que le hará fuerte en la vida, pero que le transformará sus primeros años en un gólgota. Eso ha sido así siempre. Antes se podía intervenir con cierta mayor contundencia que ahora, pero la pequeña muerte de ilusiones se produce a diario, sea cual sea la legislación. La muerte de Mónica, a quien Dios le guarde el mejor de sus jardines, nos obliga a extremar las alertas y a investigar qué es lo que pasó día a día, minuto a minuto: si se ha producido alguna dejación de observancia se debe actuar con toda contundencia y no tener ningún tipo de consideración con los abusadores ni con los vigilantes. Como gusta decir ahora: caiga quien caiga.
 

 


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