LA decisión de la Casa del Rey, al parecer a instancias del Gobierno Español, de suspender el viaje de la Reina Doña Sofía a los fastos de su prima Isabel de Inglaterra ha sido considerado por algunos rotativos británicos poco menos que como un desaire de proporciones cósmicas. Convendría recordar que no es la primera vez que ocurre —recuerden la boda de Charles y Lady Di y su viaje a Gibraltar— y que las decisiones soberanas de este tipo albergan siempre un exceso de prudencia cuyas consecuencias siempre son más leves que las que pretenden evitar. Una tensión sobrevenida a cuenta de las bravatas gibraltareñas contra los pescadores españoles de la zona pondría en su serio aprieto a la Reina de España una vez estuviera oficialmente en suelo británico. Probablemente es una respuesta adecuada a la falta de sensibilidad del Reino Unido, el cual periódicamente establece gestos inamistosos en torno a la colonia, bien sea enviando a merendar a uno de sus Príncipes o amarrando algún submarino nuclear para su reparación en talleres. La labor oficial de la Reina, como esposa del Rey, Jefe del Estado, y como miembro esencial de la Corona está sujeta a los intereses nacionales de España, los cuales gestiona el gobierno de la Nación. Mejor o peor, pero los gestiona. Y eso es algo que ella siempre ha demostrado entender a la perfección y desarrollar muy eficazmente.
Los cincuenta años de matrimonio entre Don Juan Carlos y Doña Sofía sirven de ejemplo del desarrollo profesional de una unión que ha resultado extraordinariamente fructífera para los españoles. Los ciudadanos, más allá de curiosidades vecinales, tenemos sobrados ejemplos de su trabajo como pareja representativa de la Monarquía española. Como buenos adultos vivirán su relación personal con la intensidad o el acercamiento que consideren oportunos y a la que les haya llevado una vida permanentemente televisada o fotografiada. Lo trascendental del asunto es que su mayor o menor entendimiento en cuestiones meramente humanas no haya afectado ni a su sentido del deber ni a la eficacia de su quehacer. Insisto en decir que lo que nos debe importar no es lo que acontece cuando se cierran las puertas de la privacidad, sino cuando se abren las de la calle. Y, sinceramente, debemos celebrar el buen resultado.
Por España. ¿Recuerdan aquellas palabras de Don Juan?: «Majestad, ¡Por España, Siempre por España!». España es el catalizador que hace posible que todas las inevitables desavenencias queden para el relato de la telenovela más íntima: Pasión de Majestades, esa que tiene nulos espectadores pero muchos aspirantes a comentaristas. Cuando se detectan problemas provocados por evidencias popularizadas a través de los medios o de los dimes y diretes ciudadanos —y espero que los Reyes tengan a su alcance serenos consejeros que sepan sugerir cruzando las líneas debidas—, deben tomarse decisiones severas. La ejemplaridad formal lo exige. Por España conviene, como al parecer se ha hecho, despejar confusiones instaladas en el imaginario colectivo, por muy inocentes que resultaran. Ese proceder categórico del Rey y esa firmeza serena de la Reina son la mejor garantía para sus intereses y los nuestros, que son los mismos. Don Juan Carlos, recordémoslo, ha sido el único español en pedir perdón en los últimos quinientos años y Doña Sofía ha mostrado una templanza pública ante todo el aluvión de contrariedades de estos meses digna de elogio. Este postrer episodio de la suspensión de su viaje oficial a Londres es ejemplo de ello.
Resulta indiferente, vengo a decir, si las Bodas de Oro han consistido en una tarta, en un filete o en educados silencios. Las Bodas de Oro trascendentales son las que celebran a diario con los españoles, a cuyo servicio están.