La autoridad catalana de hogaño, tan dada a la teatralidad, busca su Yasukuni entre las tumbas de sus héroes
SE han agitado las sensibilidades extremo orientales a cuenta de la visita protocolaria que el primer ministro japonés, Shinzo Abe, ha girado al santuario sintoísta de Yasukuni. No hay demasiado grato recuerdo del militarismo nipón entre países que fueron víctimas de la acción de los soldados japoneses del siglo pasado, cuyos espíritus son venerados entre sus muros. Es como si Rajoy hubiese visitado el Valle de los Caídos con toda pompa y circunstancia, con la diferencia de que los allí enterrados libraron sus batallas de puertas adentro, mientras que los glorificados orientales lo hicieron de puertas afuera. Que le pregunten a los chinos o a los coreanos.
En España gustan también determinadas solemnidades, contradictorias cuando menos. La autoridad catalana de hogaño, tan dada a la teatralidad, busca su Yasukuni entre las tumbas de sus héroes: Artur Más visita la tumba de Macià e imprime al acto una conmovedora puesta en escena de país invadido, arrasado por fuerzas ajenas, en permanente búsqueda de referentes míticos con los que dar impronta secular a su lucha por libertades anegadas. Lo hacen en la ofrenda floral al tergiversado Rafael de Casanovas y lo hacen en la visita institucional a la sepultura del levantisco prócer de Tarradellas. Nunca a Tarradellas, está claro (algunos siguen creyendo que Antonia, su esposa, era hija de Macià, pero no es así: la mujer y compañera de exilio del presidente repuesto se llamaba Gómez de segundo y era de los alrededores del LLobretgat, no de Borges Blanques).
Macià fue el primer presidente de la reinstaurada Generalitat. A pesar de su proclama independentista de balcón a balcón de la Plaza de San Jaime de Barcelona, la naciente república catalana en la Federación de Pueblos Ibéricos se solventó con un acuerdo con la también naciente República española: se reinstaura la Generalitat y te dejas de independencias. El teniente coronel lo era de carrera admitió el acuerdo y se olvidó de pasajes pintorescos protagonizados pocos años atrás, como la invasión de Cataluña desde Francia, anulada en Prats de Molló. Al morir el día de Navidad del 33, fue enterrado donde hoy se le venera, pero su cuerpo pasó por peripecias muy dadas a alimentar leyendas y mitologías. Tarradellas lo exhumó poco antes de la toma de Barcelona por el ejército de Franco y lo depositó en la tumba de unos amigos sin descendencia. Eviscerado, por cierto: su corazón fue celosamente guardado por Tarradellas durante los casi cuarenta años de su exilio. Cuando a instancias de una hija de Macià se procedió a levantar la losa de su tumba se dieron de bruces con la sorpresa: no había nadie allí. Dieron con él y, finalmente, lo que quedaba de aquél hombre pudo reposar en el lugar en el que hoy es venerado como protomártir de la permanente protoindependencia de Cataluña.
Allí es donde Más se ha investido, una vez más, de espíritu de balcón y ha reverdecido aquél proceder que hacía que el presidente de la Generalitat no estuviera en las cosas pequeñas, en los nimios detalles mediante los cuales mejorar la vida de sus administrados, sino en la gerencia de la Historia Mayor. Macià no vino a este mundo a arreglar los transportes urbanos del País Petit, como pueden imaginar. Más tampoco. Por eso se cuadra como si estuviera en las tablas de la escena teatral ante la tumba del cadáver sin corazón.
Son gestos, todo es gestualidad. Pero los gestos se quedan en la vacuidad efímera de la dramaturgia. Hacen que uno se crea el papel que representa y que el personaje le invada sin remedio, como le ocurre a los malos actores. Y así acaba saliendo al balcón a proclamar independecias que duran unas horas, mientras el público se descuajeringa de risa.