LAS comisiones de investigación en el Congreso son un estupendo entretenimiento para los medios de comunicación, deseosos siempre de carnaza fácil, yo el primero. No deja de ser un pequeño gran espectáculo en el que comparecen los implicados en cualquier asunto y en la que responden con argumentos tan estereotipados como cinematográficos. De ninguna de las comisiones convocadas en el Parlamento ha surgido ninguna revelación esencial o reparto de responsabilidades y culpas creíble. Se cruzan invectivas y se atizan unos a otros con prejuicios ideológicos, pero poco más. Al día siguiente los periodistas levantamos acta de los momentos más ardientes y reducimos a un titular la declaración de los comparecientes. Más allá de ello, que puede que no sea poco, no pasa nada de trascendencia esencial. Por ello sostienen no pocos analistas de la cosa patria que someter el asunto de Bankia a un proceso semejante es garantizarse más desestabilidad que claridad y más refriega partidista que afloramiento de responsabilidades.
Los españoles tenemos derecho a saber qué ha ocurrido con la gestión de un complejo bancario cuyo rescate nos va a costar cerca de 500 euros por cabeza, independientemente de los euros que vayamos a recuperar si la cosa acaba bien en el caso de que se consiga vender al mejor postor una vez concluya el lavado y aclarado de la pelambrera crediticia fallida. Tenemos derecho a señalar el comportamiento incompetente de determinados gestores y a declarar nuestro desacuerdo con el resultado final de una aventura bancaria que era rentable hasta que todos enloquecimos y nos volcamos al progreso ficticio de los suelos y las construcciones. Ignoro cuál es el mecanismo idóneo, pero me atrevo a afirmar que los ciudadanos paganos merecemos una explicación. Lo cual no supone adjudicar de antemano comportamientos delictivos a ningún protagonista del culebrón, pero sí sospechar de aquellos que se han sentado en Consejos de Administración sin la preparación debida y de aquellos otros que se han lanzado a aventuras irresponsables sin consideración alguna por el dinero de los demás.
No es ningún error acudir al rescate de una entidad como Bankia. Peores son las consecuencias de no hacerlo. Cuando se censura al Gobierno de poner dinero de todos para salvar el negocio de unos cuantos se olvida que, mediante la intervención, se cubre el acto fallido de la compra del apartamento de la costa por un mileurista que después no pudo pagar o la inversión millonaria de un medio de comunicación que ha resultado un fiasco o un agujero en las cuentas de todos. El Estado, que supuestamente somos los presentes, acude en rescate de todos, aunque eso suponga salvarle el trasero a gestores incompetentes o a visionarios miopes.
Dicho lo cual busquemos un método medianamente efectivo de conocer lo que ha pasado sin correr el riesgo de poner boca abajo todo el sistema del que formamos parte, bien como impositores, bien como accionistas, bien como beneficiarios.
Antes o después alguien nos contará como fueron los entresijos de un tiempo en el que nos creímos los amos del universo sin ser más que los adjudicatarios de una parcela en la pequeña miseria de cada día. Con todo, nos conviene no creer que un circo palabrero es la catársis que todo lo purifica. Una cosa es investigar los repartos fraudulentos de los ERE andaluces en sede parlamentaria (a lo que el PSOE se opone, faltaría más) y otra brindar cadáveres a los enterradores vocacionales que corretean por los largos pasillos de los mercados financieros. A lo que el PSOE está dispuesto, por cierto.