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6 de marzo de 2015

El último delirio de la izquierda extrema


Se coge a un millón de parados y se les coloca en nuevas funciones creadas a propósito

¿CÓMO no habíamos caído antes? ¿Cómo se nos pudo pasar por alto una solución tan brillante para darle un mordisco ciclópeo al problema del paro? La fórmula, una vez más, la da el comunismo de manual: contratamos un millón de parados para limpiar los bosques o llevar las bolsas de la compra a las jubiladas. Subimos los impuestos paralelamente y con ese dinero pagamos el trabajo que les adjudicamos a los afortunados, sea el que sea, resulte productivo para la economía nacional o no.

La ocurrencia la ha espetado con toda seriedad y formalidad el príncipe neonato de Izquierda Unida, Alberto Garzón. Se coge a un millón de parados y se les coloca en nuevas funciones creadas a propósito. Aunque, claro está, surgen dudas. Primera: ¿por qué solo a un millón y no a millón y medio? Segunda: ¿cómo se elige a los afortunados?, ¿por qué Fulanito sí y Menganito no? Tercera: ¿de forma temporal o con carácter indefinido? Ítem más, ¿por qué no de forma rotatoria y que así puedan beneficiarse los cuatro millones y pico de parados?

Los comunismos clásicos que condenaron a decenas de países del mundo a la tristeza, la miseria y el terror (y que aún siguen pertinaces en diversos rincones del globo) consideraron que el trabajo no debía observar dos elementos que parecen imprescindibles para hacer progresar las sociedades libres: productividad y competitividad. Los comunismos consideraron que los trabajos podían crearse de forma artificial, fueran o no útiles para el crecimiento. Así llenaron sus ciudades de ascensoristas: en cada elevador una persona. ¿Adónde va? Al sexto. ¿A ver a doña Paula? Claro, claro. Y así se coloca a un tipo subiendo y bajando pisos ocho horas con un sueldo a cargo de la colectividad. Poco importa que ese trabajo no sea necesario, ya que los que suben al ascensor le pueden dar perfectamente al botón por sí mismos, porque, en rigor, tienes a una persona trabajando, aunque su trabajo no sirva para nada. Pero te debe un sueldo. Que pagamos con nuestros impuestos todos los que, por cierto, jamás subiremos en ese ascensor, o que pagaremos a la larga mediante la creación del correspondiente déficit solo amortiguado con nueva deuda.

Esta izquierda carpetovetónica y anquilosada aún no comprende que el trabajo lo crean los empresarios y que los gobiernos tienen exclusivamente la misión de no estorbar, de establecer las condiciones necesarias para que la creación sea posible y de impedir situaciones cercanas a la esclavitud. Por supuesto, también garantizar la igualdad de oportunidades y tratar de que la riqueza se distribuya razonablemente sin expoliar a nadie. Pero estos garzones que parecen viejos trasnochados sin haber cumplido los treinta años viven en la ensoñación de lo que la historia se ha empeñado en desmentir una y otra vez de forma contumaz: el marxismo-leninismo, independientemente de su componente represivo y criminal, jamás ha hecho despegar a una sola sociedad de las muchas que han tenido la desgracia de sufrirlo. Que la solución al paro en España sea contratar a los parados a cargo de los Presupuestos Generales del Estado demuestra cuál es el grado de simpleza del resto de sus ocurrencias, esas que tanto se parecen a las que garantizó Syriza en Grecia y que ahora no puede cumplir, basadas, como sabemos, en prometer delirios y pagarlos con el dinero de los demás. Completada con la intención de Podemos de garantizar agua y luz a los okupas y prohibir cualquier tipo de desahucios, contemplamos un panorama programático de la izquierda extrema que produce, cuando menos, turbación.

Una empresa que ofrece trabajos improductivos, como contar, por ejemplo, las veces que se ponen rojos los semáforos de la Castellana, no prospera. La que ofrece algo que el mercado lo considera útil sí lo hace. Aquí y en Venezuela. Tome nota el fenómeno. 


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