Don Juan Carlos, tras cuatro décadas de solvente manejo de la realidad española, ha pasado a la aparente holganza de la «auctoritas»
HACE un par de años que se produjo en España una operación de Estado absolutamente trascendental. Ninguno de los presentes sabía nada, por mucho que algunos se pongan estupendos y digan que se olían lo que se avecinaba: a las siete de la mañana de ese día, dos años atrás, los que estábamos de guardia informativa notamos un pequeño temblor en forma de anuncio formal. Algo iba a pasar. Las terminales informativas con las que habitualmente trabajamos los periodistas que andamos por las trincheras del directo nos mandaron señales de alarma: el Rey va a emitir algún tipo de comunicado. Cuando un Rey como Juan Carlos, acosado aquellos días por los conspiradores de manual, dice que va a comunicar algo al país, solo cabe considerar una posibilidad: la abdicación. Y así fue. A eso de las diez de la mañana todos dábamos por cierta la renuncia del hombre que de forma más trascendental ha guiado los destinos de la España moderna. Harto de acosos, Juan Carlos tomó la decisión adecuada: pasar el testigo a un Príncipe de largo y fructífero entrenamiento encaminado desde su infancia a continuar la labor de balanza que se le otorgó a la Corona. Reconozcamos que el Heredero, largamente entrenado para la cuestión, salió al campo como si hubiese llevado una vida entera al frente de la Jefatura de las cosas.
Juan Carlos, felizmente liberado de la tortura diaria de compensar elefantes con malabares políticos, pasó al lado brillante de la jubilación. Algún viaje, alguna comida, algún encuentro, alguna corrida. Sin embargo, aquellos que creen que el Rey Emérito se dedica solo al solaz o la pitanza caen en el engaño de los que ignoran que la Monarquía es algo más que gestión meramente puntual en la conformación de un gobierno. Felipe VI se ha encontrado con un pasaje convulso de la democracia española y tiene que dedicar buena parte de su tiempo a mediar entre las pendencias de su tiempo, que es tiempo no sencillo ni predecible. Juan Carlos, tras cuatro décadas de solvente manejo de la realidad española, ha pasado a la aparente holganza de la «auctoritas», lo cual no significa que haya abdicado de sus pasiones: está presente en aquellos lugares en los que su hijo y heredero no tiene lugar de acudir. Sin ir más lejos, hace un par de días, Juan Carlos acudió a la tradicional corrida de Beneficencia en la Plaza de Las Ventas ocupando el Palco Real, no una localidad de tendido: la totalidad de la plaza madrileña arropó al Rey Emérito con una ovación –coincidente con el Himno Nacional– absolutamente abrumadora. Esa, indudablemente, es una de las misiones de la Alta Institución: estar en los lugares en los que la ciudadanía quiere ver al Rey. La tarde resultó redonda: los toros de Victoriano del Río, que tantas Puertas Grandes han brindado estos últimos años, hicieron posible el triunfo indudable de un magistral Manzanares y un no menos extraordinario López Simón.
Pero la fotografía del día queda no sólo en los toreros a hombros. También está en la figura de un Monarca que dedica sus días a compartir tareas con su hijo y a cubrir los huecos que deja la gymkana diaria de ser Jefe de Estado en estas calendas de renuncias y embestidas. No sabemos de las gestiones que el Emérito realiza en la sombra, que alguna habrá, pero sí sabemos de su presencia en actos que realzan la presencia elemental de la Institución. Cuando se produjo el tránsito de uno a otro, escenificado en tres o cuatro días de vacío, los hijos del alboroto agitaron sus cacerolas en la espera de algún eco: no tuvieron nada que hacer. Llegó Felipe y ocupó el lugar de Juan Carlos. Hoy, curiosamente, Juan Carlos ocupa algunos lugares de Felipe.