Todo puede pasar, pero los republicanos solo pueden ganar si dan un vuelco a territorios donde llevan años sin hacerlo
ES bien cierto que los electores norteamericanos tienen que elegir, a lo que se ve, entre lo malo y lo peor. Visto con ojos europeos, que casi siempre yerran despreciando los criterios del estadounidense de la América profunda, la candidata Clinton vendría a suponer un mal menor ante la posibilidad de tener al otro lado del charco a un mono con una pistola (sí, ya sé que es un mono, pero ¡tiene una pistola!). Clinton, desde el principio, me inspiró confianza: ya he contado hasta la saciedad que una fría mañana de enero le escuché uno de los mejores discursos políticos que jamás he conocido merced a la invitación que Rodríguez Zapatero me hizo al Desayuno de Oración al que, a su vez, le había invitado Obama, el Santo Negro. Zp no estuvo mal, Obama tampoco, pero la que rompió la pana fue la secretaria de Estado con un discurso estructurado, brillante y efectivo. Me dije: si esta quiere ser presidenta, no va a tener rival. Vaya vista la mía.
Lo tiene, y, además, es un botarate, un bocazas. Cualquiera de nosotros, de saber que su rival iba a ser un sujeto de las características de Trump, aseguraría con suficiencia que la carrera electoral iba a ser un paseo electoral para la esposa de un presidente que dejó buenos resultados y que, por sí misma, muestra una solvencia e inteligencia políticas fuera de toda duda. ¡Quién podía dudar de la preferencia del votante norteamericano por colocar por primera vez a una mujer en la Casa Blanca! ¡Quién podía dudar siendo esa mujer una política solvente como la estupenda Hillary!
Pues toma correctivo. Hillary no convence, cae mal a una notable bolsa de votantes, tiene fama de mentirosa y, por si fuera poco, está sujeta a una investigación del FBI que puede suponerle la apertura de un proceso criminal entre la elección y la toma de poder en enero o un «Impeachment» una vez elegida presidenta, si es que lo es. Demasiado para el votante. Por extraño que parezca, un individuo con trazas de bronquista de taberna, empresario de dudosa ejemplaridad y esgrimidor de ideas surgidas del peor de los populismos, amenaza con madrugarle la elección. Convengamos que la elección de Trump, de producirse, constituiría el colofón perfecto a la serie de acontecimientos inauditos que comenzaron por el auge de los populistas europeos –desde Podemos a Le Pen y Grillo–, siguió con el Brexit de los británicos y concluyó con el insospechado NO de los colombianos al referéndum por la paz con los asesinos de las FARC. Nada de lo que suponíamos o deseábamos ocurrió; solo que nada de lo anterior suponía poner un maletín nuclear en las manos de un histriónico.
Ciertamente, Trump no lo tiene tan fácil. A pesar del voto oculto que pueda perjudicarle en las encuestas (a muchos les daría vergüenza declarar que su voto es para Trump), el republicano tiene difícil conseguir los 270 electores. Es probable que Clinton también tenga voto oculto, y parece difícil que pueda serles arrebatado a los demócratas el colegio electoral de California o Nueva York. Todo puede pasar, pero los republicanos solo pueden ganar si dan un vuelco a territorios donde llevan muchos años sin hacerlo. Hace pocas semanas, en una cena neoyorquina con influyentes actores de la política norteamericana, me permití someter a la mesa a algunas preguntas curiosas, todas relacionadas con lo que hubiera deparado la victoria de candidatos como Mcgovern frente a Nixon, Dukakis frente a Bush padre o Gore ante Bush hijo. Tal vez la historia moderna de la primera potencia mundial sería otra. O no. Alguno de ellos me señalaba que la pregunta oportuna debería producirse dentro de unos meses. ¿Qué habría sido de EE.UU. si la victoria hubiera caído del lado de Trump? La mesa se estremeció. Y casi ninguno era partidario de Hillary.