Chapman sabe que ningún progre del mundo abogará por lograr su excarcelación. Mató a Lennon y se mató él
AYER, 8 de diciembre, vinieron a cumplirse 36 años del asesinato de John Lennon a las puertas de su domicilio. Un tipo le esperaba y le desparramó una balacera. Era la mañana de un día de diciembre de 1980. Madrugué para encaminarme a aquella emisora de radio a la que dedicaba mis ansias y me topé con una noticia que jamás creí que pudiera producirse: ¿quién iba a querer matar a un Beatle? Yo tenía 23 años y sólo había pillado la influencia de los cuatro de Liverpool en sus últimas bocanadas, muy buenas, por cierto; no obstante, sentía su influencia como si fuera uno de los que crecieron en la feliz evolución de la música rock del principio de los sesenta. Habiendo matado a un Beatle nos han matado un poco a todos y ya nunca las cosas serán igual, me dijo aquella mañana Jordi Sierra i Fabra, que tanto supo de ellos. Matando a John, un tipo que curiosamente nunca me cayó bien, impedían la culminación de un sueño: que los Beatles se reunieran aunque sólo fuera por un día para placer y éxtasis de sus millones de seguidores.
Pero John, que era un tipo raro y de una sociabilidad discutible, jamás hubiera accedido a ello, al contrario que Paul, más receptivo. Desde que la electricidad estática que flotaba en torno a los cuatro se hizo insufrible y cargante, el áspero muchacho de las gafas redondas emprendió un camino particular del que ya no iba a apartarse. Muchos de los fanáticos de los Beatles creyeron que el mal lo había traído de Oriente la Gran Bruja Japonesa a la que John conoció en una performance de su arte conceptual, pero Yoko, en realidad, sólo fue el asidero al que agarrarse cuando finalizó una etapa vital agotadora y fecunda. Lennon ya quería hacer otras cosas, florecer a su manera, permitir que también floreciera George –cosa que hizo, y de qué forma– y olvidarse del mundo en permanente carrera hacia lo conocido y manoseado al que se había condenado. Yoko cargó con la culpa: lo tenía todo, era artista polémica y desconcertante, parecía el dragón que había venido a lavarle el cerebro a aquel chico tan creativo, tenía un aspecto espantoso y era, cuando menos, tan rara como su amado. Sin embargo se amaron, aunque con tropiezos, hasta el último día aquel en el que yo me enteré, desayunando en la cocina de mi abuela Cecilia, de que inexplicablemente alguien le mató. No sabemos hacia dónde habría evolucionado Lennon, como no sabemos lo que habrían escrito Lorca o Hernández de haber sobrevivido a su época cruel, pero sí conocemos las joyas que dejó unos días antes de ser asesinado: más fecundo y brillante que nunca, disponía ya de yemas blandas para la interpretación y la creación.
Poco tiempo antes de aquella noche de diciembre en Nueva York, John y Yoko se vaciaron en una impagable entrevista de David Sheff para la revista Playboy en la que se relata todo lo habido entre ellos y el resto de los Beatles. Una cierta melancolía invade hoy a quien se asoma a ese relato –disponible en la red– en viendo cómo pasa la vida y cómo los contratiempos –si es que se puede calificar así a un asesinato– redondean en rojo para siempre una fecha imposible de solventar.
Mark David Chapman, el asesino, sigue en la cárcel. Lleva tantos años preso como John muerto, 36. De haber ocurrido en España, el tipo andaría bailando por discotecas desde hace más de veinte. Allí no. Algún intento hubo de contemplar su excarcelación, pero a ello siempre se ha opuesto enérgicamente la artista japonesa: sería como volver a matar a John, dice. Esa es la segunda condena de Chapman: sabe que ningún progre del mundo abogará por lograr su excarcelación. Mató a Lennon y se mató él.