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26 de diciembre de 2014

El despiece preceptivo


En lo que respecta a este esperanzador 2015, un Rey no puede lanzar campanas al vuelo ni tampoco parecer un cenizo

AMPLIARPASADAS las horas precisas para haber escuchado todo tipo de interpretaciones y análisis acerca del discurso navideño de Felipe VI, podemos convenir que ha salvado el listón con suficiente holgura como para estar moderadamente satisfecho. Los discursos reales no están hechos para la emoción, ni son escenarios ideales para el calor verbal, el temblor de las ideas fuerza o de los efluvios afectivos indiscriminados. Un discurso real debe transmitir la misma agitación que un vademécum; no es un mitin y sí un índice de materias sensibles expuestas de forma cautelosa, aunque clara. La redacción de discursos de un Jefe de Estado imparcial no es tarea sencilla: debes ser nítido, pero sin pisar terrenos inadecuados, has de sugerir sin nombrar y tienes que ejercer todo escrúpulo posible sin que parezca que sobrevuelas la actualidad sin mostrar interés por ella, especialmente por los problemas espinosos. El redactor sabe que cada palabra va a ser desmenuzada en busca de alguna espoleta oculta y debe evitar explosiones incontroladas. Pero debe ser tajante en la descripción de la realidad, cosa que no se hace con farfolla exactamente. Cualquiera podría escribir un texto repleto de generalidades, lugares comunes y buenos deseos; cualquiera puede decir que está a favor del bien y en contra del mal; cualquiera puede rellenar folios sin decir nada, solo emitiendo juegos florales en subjuntivo. Cualquiera, pero no un Rey. Y especialmente, este Rey y en este momento.

Debidamente desmenuzado, el primer mensaje de Nochebuena de Felipe VI no ha ignorado los dos desafíos al aburrimiento que se han instalado en la España de hogaño, haciéndolo con contundencia en un caso y con pellizco en otro. Esta España que amanece tras el día de Navidad considera que su nudo es la corrupción, a la que se le da un carácter casi totémico. Tal vez sea exagerado, pero es lo que transmiten todos los termómetros sociales. El Rey fue debidamente enérgico; nadie ha puesto ninguna objeción en ello, pero sí ha servido para que los hijos de la hipérbole lamenten la ausencia de nombres propios y anuncios varios de guillotinas y decretos. Las arenas de lo incómodo se pisan en otros foros, momentos y formatos. Quien creyera que el Rey iba a nombrar a algún cuñado en un mensaje de Navidad tiene un problema: vive en los mundos de las fantasías animadas.

El énfasis en la cuestión catalana fue, en cambio, sentimental. No es Felipe de Borbón precisamente María Guerrero en la teatralización de dramas y tragedias, pero se esforzó en apelar al más humano de los argumentos contra la secesión: los lazos afectivos que unen a gente de uno y otro lugar, como si no valiera la pena separar a personas por el capricho de los territorios. Lógicamente, ello hace que el histérico de guardia, este año el diputado Alfred Bosch, se rasgue las vestiduras y se haga carne de estupidez, pero no tiene más importancia, está en el guión del día siguiente. Y en lo que respecta a este esperanzador 2015, un Rey no puede lanzar campanas al vuelo ni tampoco parecer un cenizo: si se muestra feliz como una perdiz habrá quien le censure mostrar tal simpatía por las acciones del Gobierno, y si se muestra apocadamente escéptico será el propio Gobierno quien lamente su falta de empatía. Pero, evidentemente, tiene que señalar que todas las proyecciones sobre la economía española son venturosas, porque así son. Como lo hizo.

Los exégetas de lo meramente gestual también han hecho su agosto: una foto de Don Juan Carlos más a la derecha o a la izquierda parece un catálogo de mensajes encriptados. Tiene su gracia. Y a lo mejor es así, o sea, que incorpora mensaje, pero es tan trascendente como que haya elegido un decorado propio de vivienda de protección oficial. ¡Con la de rincones que debe de haber en La Zarzuela!


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