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28 de julio de 2000

«Normativización» de Beiras


«Nos quita Santiago y, de poder, nos quita España. Y, si puede nos riñe»

Los caminos del asombro vienen abarrotados en estos tiempos; casi tanto como los que llevan a la desolación y al abandono. Los transitamos como quien transita el pasillo de casa, de cuando en las casas había pasillos de aquellos, largos, altos, estrechos. Hoy vuelvo a pasear por esa vereda cuando he sabido que Beiras, el líder talibán de Galicia, ha decidido que los españoles no gocemos de la fiesta de Santiago. El sólido argumento que ha brindado este inspirado soldado es que Santiago es de Galicia y sólo de Galicia, y, en no siendo Galicia parte de España, que en sí misma no es nada, no tenemos por qué celebrarlo. Santiago sólo para los gallegos, y, si es posible, sólo para los gallegos–gallegos, es decir, ellos. Una pena. De nada le sirvió a Felipe IV hacer de ese día un referente nacional.

Recuerdo yo mi adolescencia barcelonesa, tan llena de verbenas y solsticios, y se me asoma Santiago como la última de las tres grandes citas coheteras de aquellos años: primero era San Juan, luego San Pedro y, finalmente, Santiago, que venía a ser lo que el último domingo de carnaval es para los gaditanos, el que llaman domingo de «jartibles». El de los que no se hartan ni  la de tres. Pues la verbena de Santiago era eso, la de los «jartibles» que se agarraban a las últimas magias de julio, mes de la eterna víspera.

Eso que ha dicho Beiras no pasaría de ser una de sus habituales majaderías si no encerrara un profundo desprecio por ese resto de españoles que tiene menos Dios en el pan. Aquí el mundo se divide entre quienes tienen derecho a Noción y por lo tanto pertenecen a una raza más selecta y de mejor acabado, y quienes son unos parias sin derecho a Apóstol, o sea, murcianos, canarios, extremeños… Según Beiras, Santiago debió de adivinar el advenimiento del nacionalismo de esquina (en su más amplio concepto) cuando montó en su caballo blanco y se dedicó a dispersar moros, entonces todavía moros y no norteafricanos, y ayudó a los del bando cristiano a ganar posiciones. Y aún es no pasaría de ser un detalle más del abigarrado capítulo del delirio en el que viven todo este tipo de sujetos de no ser por la consideración política que a continuación deslizó el avinagrado gallego: la infamia se redondeó en la afirmación de que el PP y ETA son los extremos de una cuerda que delimita la situación vasca y española. No fue una broma, ni un calentamiento de boca, ni un desliz semántico: fue una afirmación rotunda y contundente que retrata al individuo que la soltó. Que a estas alturas de muertos haya quien equipare a un grupo de asesinos (nacionalistas, por cierto) y a un partido democrático que ve morir a sus concejales uno tras otro, es de una indignidad absolutamente canalla. No es la primera vez que se dice; de hecho sus amiguitos del PNV viven de mantener ese absurdo, y políticos normalmente bondadosos y honrados como Jordi Solé Tura han llegado a escribir cosas así (aún estoy por escuchar o leer una rectificación del ex ministro catalán después de su vergonzoso artículo en «El País»).

Según esa aceitosa teoría política, el nacionalismo firmante de la sedicente Declaración de Barcelona sería el fiel de una balanza en la que se contraponen los muertos y los pistoleros. Poco más o menos que los muertos se merecen lo que les pasa por no dejarse convencer. Perfecto, Beiras, perfecto, puede estar más que orgulloso de tu bravata.

El nacionalismo gallego ha demostrado, en su relativa corta existencia, unas dotes extraordinarias para situarse fuera de la realidad, fuera del mundo, fuera de la razón. En su camino hacia el éxito ha sido ayudado por la pandilla de inútiles que dirigen el PSOE de Galicia (ahí ya tienes un trabajito, Zapatero), que, a excepción de Paco Vázquez, ha dado suficientes muestras de ser una carrera de relevos hacia el desastre más absoluto. El Bloque de Beiras ha inspirado las estupideces políticas de mayor calado de estos últimos tiempos y ha impregnado la vida gallega de la tensión habitual que suelen dejar en el ambiente todos los intolerantes del mundo. Un ejemplo: cuando la casa Seat decidió bautizar a uno de sus modelos con el nombre de Arosa, la llamada Mesa por la Normativización» (sic) amenazó con levantar Galicia en armas si la empresa automovilística no corregía el desmán y bautizaba al modelo como «Aurosa». Pues aunque ustedes no se lo crean, Seat transigió en parte ante la «fatwa» de  esos chulos de piscina y utilizó las dos acepciones en función de qué concesionario vendiera el automóvil. Si era gallego, Arousa; si era el resto. Arosa. Eso, sí, la presentación del modelo se realizó… en Tenerife. Cosas del nacionalismo llamado democrático.

En una palabra: Beiras nos quiere «normativizar». Nos quita Santiago y, de poder, nos quita España. Y, si pude, nos riñe; que una de las características más acentuadas de estos declarantes es el mal humor, el permanente enfado al puro estilo de Javichu Arzallus. La permanente afrenta exige un permanente rictus de contrariedad, un continuo desagrado.

Al final, no obstante, canta la gallina y uno se da cuenta de que, por ejemplo, Beiras, no pasa de ser un simple merluzo.


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