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19 de mayo de 2013

Mercado Victoria, en Córdoba


 

¿Es Córdoba la ciudad con más clase de España? Seguramente, los viajeros del siglo XVII así lo pensaban. Yo estoy en eso, sin acabar de decidirme, pero me inclino por el sí. Ahora Córdoba sigue siendo un desafío de maneras, silente, queda, bella, modesta. Recuerdo la feria en los jardines de la Victoria. Los soldados del Obejo bajábamos del autobús con los ojos bien abiertos y los sentidos en alerta. Hoy la Victoria es un mercado selecto, moderno, inmerso en la vieja estructura metálica que albergaba la caseta del Círculo de la Amistad. Felizmente restaurada, sirve de paraguas para el deleite gastronómico de aquellos que quieren dar un pequeño paso más en la abigarrada telaraña de bellas tabernas cordobesas. ¿Es un mercado gourmet?: puede, pero es algo más humano incluso; es un recuento de los refinamientos que Córdoba se ha dado a sí misma. Me llegué un mediodía de este mes de mayo, tan totémico, tan sugestivo, tan aromático, aprovechando una vuelta por los patios de la calle Marroquíes, embozados en buganvillas y geranios, y por la descomunal grandeza del palacio de Viana, ese sobrado desplante a la medianía que Córdoba exhibe como aquel que no quiere la cosa. «Me sobra grandeza y os la obsequio» viene a decir la vida callada de los callejones.

 

El mercado Victoria es un aquel. Lo que uno espera de la Córdoba sensorial se puede saborear en sus mostradores, que son varios, dinámicos y dosificados en tomas de receta. Un poco de salmorejo en La Salmoreteca es una sorpresa absoluta. Juanjo Ruiz ha desarrollado un variado conjunto de salmorejos, a cuál más imaginativo: particularmente sabrosa la mazamorra cordobesa salmorejo blanco sin tomate; otro al que ha incorporado tinta de calamar, convirtiéndolo en un salmorejo negro; y otro con maíz y palomitas que me hizo levitar. Me hubiera comido un par de cubos. Más allá se pueden saborear todas las variopintas formas de comer atún, productos de Gavira y unas huevas que te obligan a asirte al mostrador para no ser víctima de un mareo causado por el placer. Puestos de carne roja mediante la cual tiembla el misterio o puestos de pescado y marisco dignos de la mejor lonja. Y Kisko García...

 

Kisko es uno de los tipos más solventes de la cocina española. Su restaurante Choco goza de una estrella Michelin en el barrio de la Fuensanta, antigua casa en la que se crio aprendiendo las cosas que preparaban sus padres. Un caso semejante al de Can Roca, en Gerona, que poco a poco ha alcanzado la cima mundial (creo que tiene reservas hasta septiembre). Kisko trabaja la sencillez desde la excelencia, cosa que aunque pueda parecer una contradicción no lo es. En el mercado pude saborear una excelente preparación también de salmorejo al aroma de piquillo con sus correspondientes aderezos. Monumental. El resto de lo que exhibe en su puesto está a la altura y es un desafío: a ver quién es capaz de moverse sin antes haber probado todo.

 

Un paseo por los patios cordobeses de San Basilio barrio del Alcázar Viejo o de la Judería completa la sensación de que esta Córdoba de mayo consigue asentar la convicción de que no tiene comparación con lugar alguno. La Feria de Córdoba, no obstante, no está a la altura de la ciudad. Tiene que mejorar y asemejarse a aquella inolvidable feria que les comentaba y que se celebraba en los jardines, donde hoy está el mercado. El traslado de los recintos feriales del centro de las ciudades a solares en el extrarradio ha penalizado en exceso la medida y el encanto que conservaban las ferias de antaño, mucho más elegantes que las de hogaño. En Almería sucedió algo parecido: la vieja feria del parque Salmerón, en el bulevar junto al puerto, era cercana a la delicia. Cuando se trasladó al Zapillo, se convirtió en una discoteca ruidosa con alguna laguna solitaria de interés. Me consta que en Córdoba están en ello y celebraré que salga bien. Entretanto tiene una excusa más para deleitarse junto al Guadalquivir en un mercado sorprendente y sugestivo.

 


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