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27 de enero de 2013

«Django desencadenado», sangre inolvidable


 

Las salas de cine de hogaño son excelentes. El sonido es magnífico en la mayoría de ellas, la comodidad de las butacas no tiene comparación con el pasado y la pantalla es la que corresponde al tamaño de los habitáculos. Los cines tienen palomitas y salchichas, coca-colas y cervezas, bolsas de pipas y de cortezas. Si quieres seguir viendo películas, puedes ir a otra sala y cargarte en una tarde un par de estrenos sin moverte del edificio. Suele haber incluso otras cosas con las que entretenerse, desde un centro comercial que acoge el cine hasta diversos divertimentos sociales para todos los gustos... Pero yo, que ya soy mayor, no olvido los cines de mi infancia, de programa doble y nombres elegantes: Selecto, Majestic, Moderno, Kursaal, Imperial, Astoria, Roxy. Cines grandes, enormes, de programa doble y sin límite de tiempo. Y cines de verano en los que pasar al fresco una noche de película. Las butacas de madera del Moderno aún me duelen después de aquella noche viendo Lawrence de Arabia en compañía de la chocolatina blanca y el donut que me compró mi padre. Y recuerdo el sablazo que nos pareció a mi amigo Alvarito y a mí pagar aquella barbaridad en el Roxy de Lesseps cuando se estrenó 2001. Una odisea del espacio: treinta pesetas, treinta, un paso de gigante en el precio del cine. Y no se me va de la cabeza aquella tarde del verano del 72 en la que con un grupo de amigos nos sentamos a ver el Concierto para Bangladesh que organizó George Harrison: parece que estoy viviendo cada compás, cada fotograma, cada vibración. Todos recordamos algún día, alguna tarde viendo alguna película: quien esto escribe no olvida el cine Cervantes de Sevilla y la tarde del 77 en la que se convirtió en un Manero del Bajo Guadalquivir después de ver Fiebre del sábado noche. Solos o en compañía de otros, nos hemos visto envueltos en alguna historia que nos ha subyugado, que no hemos olvidado en ninguno de sus detalles: la tarde que hacía, la cara de la cajera, lo que hicimos después. Algo así me volvió a ocurrir después de muchos años el pasado fin de semana. La culpa la tiene Tarantino, bautizado como Quentin, de quien siempre me temí lo mejor, a quien siempre le he reconocido la habilidad para sorprenderme, para irritarme, para entusiasmarme. Pero esta vez ha dado un paso más: ha hecho que me acuerde para siempre hasta de lo que cené y dónde lo cené después de ver Django, su última cinta, una obra maestra.

 

No tengo conocimientos, como ya he dicho alguna vez, para ejercer, ni siquiera de broma, como crítico de cine; pero sí estoy autorizado para saber lo que me gusta y por qué me gusta. Django es un derroche de frescura en lenguaje, interpretación y mensaje. Esa autocrítica antiesclavista (como norteamericano) que esboza de principio a fin es una lección a la colección de profundos y aburridos pensadores que han vertido ácido memorialístico sobre sí mismos. La indesprendible tendencia al cómic que tiene en cada escena de violencia hace que, por exageración, la misma sea un chasquido de humor entre la sangre. La actuación, en fin, de un cuarteto de actores (más algún memorable en papeles de reparto) absolutamente sublimes hace que las casi tres horas de película sean un paseo por la ladera de una montaña serena. Christoph Waltz es, sencillamente, un descomunal actor solo comparable a sí mismo. Samuel L. Jackson borda el papel de mayordomo negro que odia a los negros. Leonardo DiCaprio da muestra de la talla dramática que ha llegado a alcanzar. Jamie Foxx está suficiente y correcto, pero no alcanza los clímax interpretativos de Waltz y DiCaprio ni en sueños.

 

Algún suspicaz creerá que se rebaja la trascendencia de la esclavitud a simple homenaje al spaghetti western y que ello es un insulto a la memoria de los afroamericanos creo que algo así ha dicho Spike Lee, pero se equivoca. La obra es una cumbre en diversos órdenes y merece una tarde con su correspondiente fórum posterior. No olvidará lo que hizo ese día.
 

 


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