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18 de junio de 2010

La persistente melancolía


Tras la derrota, aparece ese gusto a óxido en la boca que nos muda a la categoría de hombres irreflexivos

LA abultada victoria ante Suiza iba a ser el desengrasante que durante unas jornadas permitiera a los españoles olvidarse de la machacona presencia de la adversidad económica. Tres o cuatro goles ante un combinado de hombretones fuertes pero torpes protagonizarían los miles de brindis por la prosperidad de algo español, de una isla de éxito en medio de un fangal financiero, laboral, político, de una sola luz perdida en el interior de una bodega pertinazmente umbría. Pero no, no quiso la fortuna que los españoles experimentáramos ese alivio momentáneo y terapéutico: si cuando algo puede salir mal, sale mal, el pasado miércoles se cumplió el aserto. Alimentamos la dimensión de nuestro equipo nacional hasta, tal vez, dosis bulímicas y después se nos quedó cara de incredulidad ante el tropezón absurdo, volviéndose de repente todo del revés, lo cual no sé si es muy suizo o muy danés o muy hindú pero sí muy español: de decir todo lo que estamos diciendo a celebrar una corta victoria va un disparo al palo de Alonso, que pudo haber entrado, y un tropezón en el área de Casillas que nunca debió entrar. No manejaríamos este desabrido tono de desapego ni esta deslumbrante capacidad para la crítica severa. Puede que sobrara un medio centro y faltara un delantero más alto, pero quedarse en ello es particularizar demasiado en la anécdota; hoy el comentario generalizado entre la afición y la no afición gira en torno al fatalismo español de quienes aún no hemos conseguido mayoría de edad en la gran manifestación de masas de la historia: hemos campeonado en todo, baloncesto, tenis, boxeo, waterpolo, excepto en aquello que nos apasiona, nos alimenta el orgullo, nos hace gritar, llorar, enojarnos…
 
En pocas palabras: somos un país en permanente expectativa, en proyección eternamente pendiente, que ha progresado de forma notable merced a la entrada en la Europa que nos recibió hace veinticinco años y que no ha sabido apacentar los beneficios y construir modelos sostenibles de crecimiento. Somos una continua burbuja, vengo a decir, que siempre da la impresión de alcanzar glorias que les son propias a nuestro entorno pero que se hacen extrañas en nuestro sino. Habíamos superado a Italia, íbamos a alcanzar a Francia, que temblase Alemania… finalmente la burbuja estalló y nos sorprendió el frío sin una mala rebeca que echarnos a los hombros. El fútbol nos iba a redimir; el deporte que verdaderamente enerva los ánimos patrios parecía desmentir que España fuese siempre un proyecto fallido, un país incompatible con el remate a gol, un barrizal en el que poetas deconstruidos se muestran incapaces de entender el tornillo rosca-chapa. Pero aparece el pero, el consabido pero de España, el que impide que se materialice el presente. Tras ello, el fárrago.
 
Y tras el fárrago de la derrota inesperada, aparece sin falta ese gusto a óxido en la boca que nos muda a la categoría de hombres irreflexivos. Un cierto y desvelado cainísmo ha transformado a los héroes de ayer en los canallas de hoy, y todo porque no nos ha permitido el respiro colectivo ante las desdichas. ¡Quien sabe si todo esto volverá a ser papel quemado tras la victoria que ya se anuncia el próximo lunes! Y de nuevo el bucle, de nuevo vuelta a empezar, abonados siempre a la melancolía.

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