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3 de marzo de 2000

El hijo de Arístegui


Yo no conocí a Pedro de Arístegui. Y, sin embargo, tengo la sensación de haberlo conocido íntimamente, la certeza de que forma parte inexcusable de mi memoria periodística y humana.

Recuerdo haberle entrevistado telefónicamente en aquellos tiempos difíciles al frente del Gobierno Civil de Guipúzcoa en los que sufrió, al menos, cuatro atentados y en los que participó en las gestiones políticas que desembocaron en la disolución de ETA Político Militar. Recuerdo haber seguido sus peripecias diplomáticas en los últimos años de Somoza y haber vibrado con su valiente resistencia al frente de la Embajada española en aquel Beirut que significó el final de sus días y su carrera. Pero no le conocí. Y bien que lo siento.

Sé, eso sí, cuál había sido su vida. La he leído y releído varias veces. Arístegui era el embajador que necesita toda nación: valiente, sincero, culto, trabajador, generoso y comprometido. Dueño de una personalidad avasalladora, Pedro era audaz y cortés, de esos embajadores que, como señala Manu Leguineche que decía el poeta Robert Frost, recuerda siempre el cumpleaños de una mujer pero nunca su edad . (Por cierto, Manu, querido amigo, ¿cómo estás?). No formaba parte, ni mucho menos, de aquel grupo de diplomáticos al que el gran Foxá llamaba los hombres casi (casi listos, casi trabajadores, casi valientes) y que bien pudieron enclavarse en lo que en la carrera se ha llamado Educación y Descanso . No. Arístegui sorteó las bombas igual que otros han sorteado sólo los cócteles, y supo desde muy pronto que su destino era bailar con la más fea. Después de haber sido cónsul en Caracas, Puerto Rico y Hamburgo (donde mi inolvidable tío Carlos Crusset, entonces ya casi catedrático en Alemania, compartía con él charlas y cenas), fue cónsul en la Argentina, donde ya le empezaron a poner bombas, y donde se empleó a fondo para salvar, en aquella Córdoba, a todos los españoles de las garras de la guerrilla y de la feroz represión de los militares y su guerra sucia. Fue embajador en Nicaragua cuando agonizaba el régimen de Somoza y asistió activamente a la toma del poder de los sandinistas, no sin jugar el papel que España debía representar en aquel país al que tanto amó y del que dejó escrito un relato vigoroso y excepcional, Misión en Managua , que resulta imprescindible para entender la olla de pasiones encontradas que es Centroamérica. De las mazmorras de la terrorífica Guardia Nacional somozista libró personalmente a varios periodistas (pregúntenselo a Alfonso Rojo) así como a decenas de nicaragüenses a los que dio acogida en la Embajada de España. Fue embajador en el Líbano y, desgraciadamente, ahí acabó su legendaria baraka , su proverbial buena suerte, aunque a la par comenzó a labrarse la leyenda de un diplomático que se empecinó en mantener las reuniones intelectuales que tanto encanto le daban a Beirut y que resultó, finalmente, añorado por todas las facciones libanesas que mantuvieron aquel fratricidio. Como sabemos, tras superar un secuestro por grupos radicales shiís, cayó víctima de una acción de los sirios sobre el virtuoso edificio de nuestra Embajada. Ellos, los sirios, sabían bien a quién disparaban.

Arístegui, vasco de Irún, dejó dicho que la de los diplomáticos, al igual que la de los políticos o los periodistas, son las carreras más asoladas y depredadas por el curanderismo de los espontáneos y que, al menos en su caso, para inundarse de flagrantes mediocres ya se bastan ellos solos. Sabia verdad. Mantenía que cuando mueren o les matan, como luego fue su caso, se lleva uno la llave de la despensa dejando mujer e hijos con buenos modales y malos recuerdos. Ya se sabe, escribió una vez: Vida alegre y muerte triste .

Viene todo esto porque soy, más que amigo, hermano, de Gustavo de Arístegui, hijo de Pedro que, siguiendo la tradición de su casa, es también diplomático y ha representado y defendido los interes


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