Aprovechando, además, el debate que genera la sucesión en España, Peñafiel repasa las abdicaciones de otros monarcas europeos como Eduardo VIII de Inglaterra, que abdicó del trono por el amor de una mujer divorciada, Wallis Simpson; o el rey Balduino de Bélgica, que abdicó por unas horas para no firmar la ley del aborto propuesta por el parlamento; o las tres sucesivas reinas holandesas, Guillermina, Juliana y Beatriz; o Hans-Adam II de Liechtenstein, que abdicó a favor de su heredero, Alois, que reina como regente mientras su padre conserva la jefatura del Estado.
Un libro polémico en el que se descubren las tensiones existentes por heredar el trono que ocupa Juan Carlos I.
Cuatro reyes: Juan Carlos en España, Alberto en Bélgica, Harald en Noruega y Carlos Gustavo en Suecia; tres reinas: Isabel en el Reino Unido, Margarita en Dinamarca y Beatriz en los Países Bajos; dos príncipes soberanos: Alois en Liechtenstein y Alberto en Mónaco, y un gran duque: Enrique (en Luxemburgo) reinan en esta Europa del si glo xxi. Se trata de diez representantes de un sistema político de origen medieval, que no sólo ha resistido la borrasca de la modernidad, sino que se preparan, con los cambios necesarios y oportunos, para sobrevivir en un continente sin fronteras y con una moneda única, en medio de las técnicas más avanzadas y sofisticadas, pero, eso sí, sin abdicar.
Cierto es que la monarquía, «el gobierno de una sola persona», no es un sistema democrático, sino antiguo y caduco por su carácter vitalicio, hereditario y dinástico.
Hay que reconocer que los reinos vigentes todavía en Europa (a lo largo del siglo xx desaparecieron en Francia, Italia, Grecia, Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia y Albania) se han ido reconvirtiendo para sobrevivir a los cambios políticos de los países respectivos, transformándose los monarcas en embajadores extraordinarios, en relaciones públicas nacionales, árbitros de la vida política, aunque la mayoría de las veces sin silbato o pito que tocar. Es decir, quedando reducidos, afortunadamente, a meros símbolos nacionales vivientes.
Sus actividades están reguladas por la Constitución, que les manda reinar pero no gobernar. Los que reinan y gobiernan, como tiranuelos, se encuentran en los países tercermundistas como Marruecos, Tonga y Nepal. En este último país, el rey reinó hasta que fue derrocado (el derrocamiento es una de las tres formas de acabar con la monarquía junto a la abdicación y la renuncia al trono). También hay reyes en Tailandia y Japón, y no hay que olvidar a todos los monarcas del Golfo, que sin ser del Tercer Mundo reinan con un poder absoluto rayano con la tiranía.
Aunque todos ellos tienen en común con los colegas europeos el carácter dinástico, a través del príncipe heredero, existen dos casos excepcionales: los reyes de Malasia y de Bután, que pueden ser destronados, pacíficamente, por una mayoría de dos tercios del Parlamento. Son casos excepcionales que contrastan, aún más, con la vieja tradición monárquica hereditaria. En el carácter dinástico radica la esencia de esta institución.
En el caso que nos ocupa, el de las diez monarquías europeas, el tema de los herederos y de las abdicaciones es mucho menos frívolo y más serio de lo que se puede imaginar. A veces, incluso, dramático.
Hay que reconocer que los futuros reyes no lo tienen fácil. Ni en el terreno sentimental, aunque suelen ponerse el mundo por montera, sin respeto al padre ni al rey, ni en ningún otro terreno.
Siempre hay algo triste y casi trágico en las personas que llevan sobre sí la representación de su país. Todas ellas tienen un destino que está unido, a menos que renuncien (los herederos no abdican), al de sus pueblos. Todos los hechos de sus existencias serán, siempre, «asunto de Estado», aunque algunas de ellas piensen que para las obligaciones son príncipes o princesas sólo de nueve a dos, y para los privilegios lo son las veinticuatro horas del día.
Cierto es que tienen los mismos deseos de felicidad y los mismos riesgos de fracaso que el resto de hombres y mujeres. Pero su situación de personas con derechos adquiridos por el solo hecho de nacer hijos de reyes o convertirse en miembro