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Carlos Herrera  

 

ONDA CERO

El periodista, Jaime Peñafiel,  nos presenta su libro "El rey no abdica" y habla sobre la 'operación hijo' que supuestamente promueve el entorno de Felipe y Leticia. sobre la actividad de los Príncipes de Asturias dice que Felipe "gracias a Letizia, se ha convertido en un hombre simpático y cercano" pero que Letizia "intenta ser más de lo que es"

COMPRAR EL LIBROEn este libro de plena actualidad, Jaime Peñafiel plantea un tema que es casi tabú, pero del que no debería darnos miedo hablar y debatir, que es la abdicación del rey Juan Carlos I. A raíz de su pasada intervención quirúrgica en mayo de 2010, se han desatado los rumores sobre la sucesión en la persona de su hijo, el futuro Felipe VI, dando pie a numerosas especulaciones sobre el futuro de la monarquía en España. ¿Debe el Rey aguantar hasta el final? ¿Debe anteponer su salud a la tarea de reinar? ¿Están preparados Felipe y Letizia para asumir la jefatura del Estado? ¿Cómo reaccionará la sociedad española cuando finalmente se produzca ese hecho?

Aprovechando, además, el debate que genera la sucesión en España, Peñafiel repasa las abdicaciones de otros monarcas europeos como Eduardo VIII de Inglaterra, que abdicó del trono por el amor de una mujer divorciada, Wallis Simpson; o el rey Balduino de Bélgica, que abdicó por unas horas para no firmar la ley del aborto propuesta por el parlamento; o las tres sucesivas reinas holandesas, Guillermina, Juliana y Beatriz; o Hans-Adam II de Liechtenstein, que abdicó a favor de su heredero, Alois, que reina como regente mientras su padre conserva la jefatura del Estado.

Un libro polémico en el que se descubren las tensiones existentes por heredar el trono que ocupa Juan Carlos I.

 

@Vanitatis - 25/01/2011 

Introducción de 'El Rey no abdica': ¿La devoción antes que la obligación?

Cuatro reyes: Juan Carlos en España, Alberto en Bélgica, Harald en Noruega y Carlos Gustavo en Suecia; tres reinas: Isabel en el Reino Unido, Margarita en Dina­marca y Beatriz en los Países Bajos; dos príncipes soberanos: Alois en Liechtenstein y Alberto en Mónaco, y un gran duque: Enrique (en Luxemburgo) reinan en esta Europa del si glo xxi. Se trata de diez representantes de un sistema político de origen medieval, que no sólo ha resistido la borrasca de la moderni­dad, sino que se preparan, con los cambios necesarios y opor­tunos, para sobrevivir en un continente sin fronteras y con una moneda única, en medio de las técnicas más avanzadas y sofis­ticadas, pero, eso sí, sin abdicar.

Cierto es que la monarquía, «el gobierno de una sola perso­na», no es un sistema democrático, sino antiguo y caduco por su carácter vitalicio, hereditario y dinástico.

Hay que reconocer que los reinos vigentes todavía en Eu­ropa (a lo largo del siglo xx desaparecieron en Francia, Italia, Grecia, Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia y Albania) se han ido reconvirtiendo para sobrevivir a los cambios políticos de los países respectivos, transformándose los monarcas en embajado­res extraordinarios, en relaciones públicas nacionales, árbitros de la vida política, aunque la mayoría de las veces sin silbato o pito que tocar. Es decir, quedando reducidos, afortunadamen­te, a meros símbolos nacionales vivientes.

Sus actividades están reguladas por la Constitución, que les manda reinar pero no gobernar. Los que reinan y gobiernan, como tiranuelos, se encuentran en los países tercermundistas como Marruecos, Tonga y Nepal. En este último país, el rey reinó has­ta que fue derrocado (el derrocamiento es una de las tres formas de acabar con la monarquía junto a la abdicación y la renuncia al trono). También hay reyes en Tailandia y Japón, y no hay que olvidar a todos los monarcas del Golfo, que sin ser del Tercer Mundo reinan con un poder absoluto rayano con la tiranía.

Aunque todos ellos tienen en común con los colegas euro­peos el carácter dinástico, a través del príncipe heredero, exis­ten dos casos excepcionales: los reyes de Malasia y de Bután, que pueden ser destronados, pacíficamente, por una mayoría de dos tercios del Parlamento. Son casos excepcionales que con­trastan, aún más, con la vieja tradición monárquica hereditaria. En el carácter dinástico radica la esencia de esta institución.

En el caso que nos ocupa, el de las diez monarquías euro­peas, el tema de los herederos y de las abdicaciones es mucho menos frívolo y más serio de lo que se puede imaginar. A ve­ces, incluso, dramático.

Hay que reconocer que los futuros reyes no lo tienen fácil. Ni en el terreno sentimental, aunque suelen ponerse el mundo por montera, sin respeto al padre ni al rey, ni en ningún otro terreno.

Siempre hay algo triste y casi trágico en las personas que llevan sobre sí la representación de su país. Todas ellas tienen un destino que está unido, a menos que renuncien (los herederos no abdi­can), al de sus pueblos. Todos los hechos de sus existencias serán, siempre, «asunto de Estado», aunque algunas de ellas piensen que para las obligaciones son príncipes o princesas sólo de nueve a dos, y para los privilegios lo son las veinticuatro horas del día.

Cierto es que tienen los mismos deseos de felicidad y los mismos riesgos de fracaso que el resto de hombres y mujeres. Pero su situación de personas con derechos adquiridos por el solo hecho de nacer hijos de reyes o convertirse en miembro