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14 de marzo de 2019

El Crimen de la Tinaja

Diego Martínez y el Crimen de la Tinaja

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El periodista Diego Martínez aborada un nuevo caso de la crónica de sucesos de España

Ya estaba mediado el mes de agosto de 1969 cuando saltó a las páginas de sucesos la noticia de uno que habría de causar honda impresión en toda España: una mujer de las llamadas entonces «de vida alegre» había sido golpeada brutalmente, estrangulada y abandonada en una ruinosa alquería situada a las afueras de Madrid.

Aquello dio mucho que hablar y exigió duras y largas jornadas de trabajo a policías y periodistas. Todos hicimos un poco de detectives, porque a la inicial negativa de información por parte de la BIC, natural al principio y aconsejada por la prudencia, siguió una total falta de noticias. El caso pasó a formar parte de la crónica negra como «el crimen de la tinaja». Ha pasado ya veinte años y aún se recuerda.

Eran las once de la mañana de aquel miércoles 13 de agosto cuando un bombero madrileño encontró el cadáver. Tenía la costumbre de ir frecuentemente al lugar aquel para hacer ejercicios físicos a fin de estar siempre en forma, como requiere su arriesgada profesión.

La vieja alquería, conocida por el vecindario como «la casa de la viuda», se encontraba dentro de la finca La Hinojosa; estaba abandonada hacía mucho tiempo, era de una sola planta y en ella solían cobijarse de día los pastores, en ciertas épocas y por las noches algunas parejas, que dejaban en sus paredes las huellas de su paso con dibujos y letreros obscenos.

Una de estas personas, sin duda conocedora del lugar, debió ser la que al verse con un cadáver harto comprometedor creyó que era el sitio idóneo para desembarazarse de él; debió creer que pasarían muchos días antes de que fuera descubierto, ya que lo puso al fondo del recinto y por las noches las tinieblas lo invadían todo. En cuanto al mal olor que pudiera denunciarlo, debió tener en cuenta que allí siempre olía bastante mal.

De no ser por el bombero, tal vez hubiera pasado la muerta varios días más allí. Pero él llegó, sin presentir el susto que le esperaba, dispuesto a practicar un ejercicio para el que su casa no tenia espacio: la escalada por una cuerda de siete metros. Paseaba por la nave y, al llegar a su fondo, se le ocurrió mirar al interior de una gran tinaja que allí había enterrada y cuya boca se hallaba a ras de suelo. No podía creer lo que veía: allí dentro había un cuerpo humano, una mujer que parecía muerta, boca abajo y con los pies asomando por el borde. No tocó nada; sabía que su obligación era dar cuenta inmediatamente a las autoridades y fue al más próximo cuartel de la Guardia Civil.

Fuerzas de la Benemérita institución y el juzgado de guardia se personaron poco después en «la casa de la viuda», ordenando el juez el levantamiento del cadáver y su traslado al depósito, donde habría de serle practicada la diligencia de autopsia. Inmediatamente comenzó la investigación para descubrir al criminal, aunque desde el primer momento se sospechó que iba a ofrecer grandes dificultades.

Se trataba de un mujer joven, cuyo rostro amoratado y deforme no dejaba precisar si sus facciones eran perfectas o no. Era evidente que había sido golpeada brutalmente en la cara, que aún conservaba restos de abundante maquillaje. Su pelo, muy corto, era rubio teñido; sus uñas estaban pintadas con esmalte plateado. Representaba unos veinticinco años y su estatura era de 1,60, aproximadamente.

La interfecta estaba desnuda y como acostada de lado en el fondo de la tinaja, y sobre el cuerpo estaban sus pantalones azules y un jersey negro que rodeaba su cuello, en el que bajo la barbilla había sangre coagulada; también varias prendas de ropa interior y sujeta con los dientes una medalla de oro, que colgaba de su cuello por una cadena del mismo metal, en cuyo anverso tenía una inscripción que habría de dar origen a muy variadas conjeturas: «Luci 13-XII-62.»

El bolso y los zapatos también eran plateados a juego con las uñas; pero en el interior del bolso no había documento alguno que pudiera identificar a aquella mujer, ni tarjetas ni facturas, sólo unas cuantas monedas y algunos papeles sin importancia.

El cuerpo mostraba hematomas, múltiples arañazos, manchas de sangre, y el cuello presentaba señales inequívocas de estrangulamiento. La hora del crimen se estableció en unas cuarenta y ocho horas antes de haber sido hallada y probablemente en otro lugar, siendo luego trasladada en un vehículo -tal vez marca Renault 4-L, a que podían apreciarse las señales dejadas por los neumáticos dentro de la nave principal del ruinoso edificio- hasta muy escasa distancia de la boca de la tinaja enterrada. A la huella de los neumáticos seguía la inconfundible dejada por el cuerpo al ser arrastrado hasta la misma desde el interior del coche.

Junto a la puerta de la nave, cuyo marco presentaba un desconchón con restos de pintura roja, había varios trozos de cristal y el aro metálico de un faro. Se sospechó que el conductor del vehículo iba nerviosísimo cuando ya libre del cadáver se dispuso a escapar cuanto antes de aquel lugar y poner una buena franja de tierra entre la siniestra tinaja y su persona.

Se buscaron coches de la misma marca y color, pero se encontraron demasiados y en todos ellos quedó demostrado cómo y dónde se habían producido tales desperfectos.

Otra esperanza fallida fue el informe del Gabinete Central de Identificación: doce horas después de haber sido hallado el cadáver se encontraron unas huellas dactilares que coincidían con las de la víctima y pertenecían a Kerr Payne, nacida en Venecia el 25 de diciembre de 1944, hija de Richard y de Nuria, casada, de profesión «sus labores» y de nacionalidad norteamericana.

La sección de pasaportes extranjeros facilitó tal información, y como además se había encontrado muy cerca de la muerta una carterita de cerillas con el texto de propaganda escrito en inglés, anunciando un club de Carolina del Norte, casi se llegó al convencimiento de que la difunta era súbdita extranjera y que su asesino tal vez fuera un compatriota. Pero pronto se descartarían tales ideas.

La eficiencia de nuestra Policía se hizo patente: primero al identificar a la «norteamericana» en el término de muy pocas horas, y luego al reidentificarla, dejando claro de una vez por todas que era española, nacida en un bello lugar de la provincia de Jaén, Siles, un hermoso pueblo en cuyos alrededores tienen su nacimiento los ríos Segura, Mundo y Guadalimar. Esto se supo porque, mientras se hacían gestiones para comprobar la filiación de una supuesta extranjera, otros funcionarios se afanaban en examinar fichas y documentos en diferentes dependencias de la Dirección General de Seguridad.

El tesón, la constancia y el deseo de superación tuvieron su premio al dar con una ficha con idénticas huellas digitales y en la que su poseedora estaba reseñada con otros nombres y apellidos: «Natividad Romero Rodríguez, nacida en Siles, 15-7-1941, hija de Valentín y de Eusebia.»

Casi se puede asegurar que todos los miembros de la BIC tomaron parte en tan ardua labor, trabajando como un solo hombre a las órdenes de su comisario jefe, José Lamas Quesada, que por aquellos días acababa de tomar posesión de su cargo. Encontraron grandes dificultades en el mundo en que tenían que moverse: el nocturno, el de los clubes de poca luz y mucho whisky, plagados de «aves nocturnas» que cambian de nombre y de dirección con demasiada frecuencia, que se tutean pero no se conocen, y que cuando se les pregunta prefieren no saber nada de nada ni de nadie.

Varias «colegas» de Natividad dijeron desconocer su doble filiación; que ella se hacía llamar Kerr Payne o Tania y a veces Luci; decía que era norteamericana casada con un oficial negro de la base de Torrejón de Ardoz (Madrid), que había ido a la guerra de Vietnam y la enviaba dinero en cantidad (hubo quien dijo haberla visto manejar cheques por valor de varios miles de dólares, los cuales recibía de EE. UU.).

La habían despedido de un club por su excesiva afición a la bebida; se embriagaba y entonces tenía un vocabulario agresivo y soez. Gastaba mucho dinero, vestía de manera muy moderna y con frecuencia pantalones; era lesbiana y hacía su «trabajo nocturno sólo por ganar dinero, por eso cobraba a los hombres por adelantado»… ¿Se imaginan los pasos que tuvieron que dar los policías?… Pues eso no es nada comparado con el trabajo que tuvimos los periodistas chocando con todas esas dificultades, más la firme oposición policíaca a que lo consiguiéramos.

Si Madrid se conmovió con este suceso, Siles mucho más. Nati había salido de allí hacía diez años, cuando tenía dieciocho, y creían que trabajaba en alguna fábrica o como sirvienta. Cuando sus padres y un hermano llegaron a Madrid y se presentaron en el Instituto Anatómico Forense, no querían dejarles entrar, ya que el conserje aducía que allí «sólo se encontraba el cadáver de una joven norteamericana y como ellos eran españoles no podían ser sus padres». Con explicaciones y razonamientos lograron verla e identificarla.

Así se supo quién era y cómo era, porque sus padres «hicieron historia» de su Nati (también llamada Kerr, Tania, Luci, etc.), una chica que desde la infancia había padecido cierto desequilibrio mental, con tendencia a la cleptomanía, y que a los diecisiete años había sido internada en un centro psiquiátrico del que se había escapado.

Las amigas comentaron que ella tenía mucha facilidad para fingir el modo de hablar el castellano de los norteamericanos e interpretaba de maravilla el papel de «gringa que se había impuesto», porque -según decía- los clientes le pagaban mejor sus servicios, pues «siempre viste más decir que soy norteamericana que soy de Jaén» y porque si se presentaba la Policía con la pretensión de que se identificara, al ver que era extranjera la tratarían mejor que a las demás y la dejarían marchar.

La enterraron en Madrid, casi en la intimidad, y el tiempo fue pasando sin que los investigadores lograran desvelar el misterio de su muerte. Tuvieron que pasar diecisiete meses, pero ésa es otra historia que voy a tratar de resumir aquí y de la que nunca se ha hablado con pleno conocimiento como yo creo que tengo, porque lo supe de «primera mano».

Finalizaba el mes de enero de 1971 cuando José Antonio Sánchez Gil, apodado «Pepe el Guapo», murió con el corazón partido por un cuchillo de cortar fiambres en la calle de Barbieri de Madrid; era un chulo, un rufián de la peor calaña que, en compañía de un grupo de «colegas» tenía atemorizado a todo el barrio por sus fecharías. Le gustaba entrar en los clubes a beber whisky, invitar a todos y luego fingir una bronca con los componentes de su pandilla, haciendo brillar las navajas, para que les echaran a la calle e irse sin pagar. Era su sistema.

Pepe el guapo, que, efectivamente, era guapo, vivía de las mujeres, pero también pedía a veces a los encargados de los locales mil o dos mil pesetas a punta de navaja. O sea, que el chico era un sujeto que a fuerza de mucho esfuerzo se había ganado una malísima reputación.

La última noche de su vida la pasó haciendo el acostumbrado recorrido, bebiendo gratis de barra en barra, y a las ocho menos cuarto de la mañana entró con otros dos compinches en el bar Piloto de Barbieri, número 7; pidieron varias rondas de whisky e invitaron a que «se convidara» el encargado del establecimiento, que se negó a tomar nada, con lo que hizo enfadar al chulo. Esta fue la excusa para organizar la bronca y tirarle una botella a la cabeza, luego una silla y por último una gran vitrina. Los camareros y el cocinero se aprestaron a auxiliar al aturdido encargado, pero salieron a relucir las navajas y la cosa se puso muy fea; al hombre de la cocina le dieron un navajazo en una nalga y sus compañeros temieron por sus vidas, hasta que uno de los camareros, de treinta y dos años, casado y padre de dos hijos, cogió un cuchillo y se lo clavó a Pepe el Guapo en el corazón.

No crean que me he salido del tema; esto tiene mucho que ver con el «crimen de la tinaja», porque el caso cayó en manos de un grupo de la BIC, cuyos hombres se aprestaron a detener a todos los chulos conocidos en la zona a fin de encontrar a los dos acompañantes de la víctima que, en cuanto le vieron caer al suelo herido de muerte, salieron «por pies».

En la copiosa redada cayó uno, apodado «el Goyo», que llegó a la BIC para ocupar un calabozo sin saber por qué había sido detenido, a pesar de que en su «debe» había mucho acumulado… Esperó durante horas, intrigado, con la esperanza de que el inspector jefe del grupo se lo dijera. Ya estaba dormido cuando se abrió la puerta del calabozo y un policía armado le comunicó que le llamaban para declarar. Le esperaba el inspector jefe, Manuel Lista, que llevaba la investigación del caso «Pepe el Guapo», circunstancia que el Goyo ignoraba.

Manuel Lista era un policía muy tranquilo, corpulento, grueso, que nunca levantaba voz y que era incapaz de dar una bofetada a un detenido, pero sus interrogatorios eran lentos, reiterativos y los realizaba preferentemente de madrugada.

Cuando tuvo delante al Goyo le pidió que se sentara. Eran antiguos conocidos: «¿Cómo te llamas?», le preguntó. «Pero don Manuel…, si usted me conoce; ya lo sabe»… «Sí, pero quiero que me lo digas tú… Venga: nombre, apellidos, domicilio tuyo y el de tu amiguita… Dilo.» El jefe estaba muy serio, así que él no tuvo más remedio que contestar con detalle lo que le preguntaba.

Pero el Goyo, un hombre joven y de genio vivo, se puso nervioso, se alteró y por ello se disgustó el señor Lista, quien hizo como que se enfadaba y llamó al agente que estaba tras la puerta de su despacho: «Bájele al calabozo, por favor», dijo.

Y el Goyo, tragándose su mal humor, volvió a dormirse sin saber aún por qué había sido detenido. Un par de veces más tuvo que levantarse para presentarse ante el inspector Lista e interpretar la misma escena: «¿Cómo te llamas?…. ¿dónde vives?…, ¿cuál es la dirección de tu amiguita?…» Su respuesta siempre era la misma: «Pero don Manuel, si usted me conoce y lo sabe… Si se lo estoy repitiendo toda la noche…».

Era un hombre duro, pero ya tenía los nervios a flor de piel y, al fin, se derrotó.

-Bueno, lo que quiere saber es lo de la tinaja, ¿no?… Pues ¡ya está bien!… Yo la maté…

-¡No me digas! -exclamó el comisario jefe, realmente sorprendido. Ya sé que eres un chulo duro y tienes varias gachís trabajando para ti, pero tú no tienes agallas para matar así.

-¿Que no?… Pues sí señor, lo hice, porque se reía de mí, -declaró ya herido en su orgullo, y explicó detalladamente cómo había cometido el crimen al policía que nada tenía que ver con tal investigación y se esforzó todo lo que pudo para que él no advirtiera su sorpresa. Contó una historia bien tramada, sabiéndose amparado en el silencio de los muertos:

-Conocí a la Nati el 11 de agosto en la cafetería Yulia. Estuvimos tomando unas copas y nos fuimos en mi 4-L rojo hacia la carretera de Barcelona, donde nos apeamos para seguir bebiendo. La invité a que viniera a mi casa, pero como ella se negó, nos fuimos hacia Barajas hasta un descampado, junto a la «casa de la viuda». No llegamos a un acuerdo. Ella se reía de mí, me encolericé, le eché las manos al cuello y apreté. Primero me pareció que estaba desmayada y le golpeé en la cara, gritándole para que volviera en sí, luego vi que estaba muerta.

Lo dijo todo de un tirón y después se quedó callado unos minutos, como si estuviera «viendo» aquello que había quedado grabado en su memoria y comentó:

-La desnudé, la oculté en la tinaja y me fui…

Terminada su confesión, el Goyo fue conducido de nuevo al calabozo y dejó al inspector jefe perplejo; no salía su asombro. Esperó hasta que llegaran por la mañana los funcionarios que tenían a su cargo la investigación sobre el «crimen de la tinaja» para decirles:

-Abajo tenéis al criminal que andáis buscando -les explicó lo ocurrido y se marchó a su casa a descansar.

La noche siguiente, cuando entré en su despacho para saludarle, me dijo: «En esa misma silla en que te has sentado estuvo esta madrugada el que mató a la chica de la tinaja y me dejó pasmado; él también se quedó como unos zorros después de soltar toda su carga, y eso que siempre, ha presumido de ser un tipo duro.» Así me enteré de que el misterio de ese crimen había dejado de serlo.

El detenido repitió el relato de los hechos a los componentes del grupo policial correspondiente y, al trasladarlo a la «casa de la viuda» procedió a la omisión del crimen sin omitir más detalles que los que hubiera podido aportar su víctima de haber quedado con vida, tales como la supuesta apropiación de alguna alhaja que ella debía llevar y el dinero que indudablemente tenía que haberse encontrado en su bolso; hasta explicó cómo rompió el faro de su Renault 4-L rojo con el quicio de la puerta al tratar de salir de allí a apresuradamente.

Dio cuenta de lo que había hecho después. Estaba seguro de que pasarían muchas horas, días tal vez, hasta que el cadáver de Nati fuera descubierto. Al amanecer fue a casa de una de las chicas a las que «protegía» y sacaba los cuartos, y le pidió que le despertara a las once, pues tenía que salir de viaje; pero lo que hizo fue mudarse a casa de otra, con la que permaneció varios días, hasta que se enteró de que había sido descubierto el cuerpo sin vida y, preocupado, llamó a la primera, diciendo que lo hacía desde León y que deseaba saber si «alguien había ido preguntando por él».

Días después «regresó del viaje» y la chica le preguntó si se había enterado de «lo de la tinaja», y él contestó: «Creo que esto lo habrán hecho los americanos, pero tú no hables de ello ni media palabra más.»

Los investigadores sabían que una prostituta había estado a punto de morir estrangulada por su amante y cuando ya le habían detenido, llegaron varias denuncias de malos tratos contra él (es lo que suele ocurrir cuando desaparece el miedo a las represalias), entre ellas la de una de sus protegidas que, aterrada ante los golpes que le propinó el chulo porque no le dio el dinero que él quería, se arrojó por la ventana de un segundo piso y se ocultó maltrecha bajo un coche aparcado en la calle, porque él la perseguía navaja en mano y «la hubiera matado». Luego había contado a la Policía que «había sido golpeada por un grupo de gamberros». Todo antes que delatar al Goyo, ya que le tenía miedo.

Después se supo que era un sádico, que las maltrataba a todas y tenía en su casa las «herramientas» precisas para administrarles «dolor y placer», según en qué casos. Todas estas evidencias acabaron por derrumbar a aquel valentón, tan «echao palante» con sus chicas, quien llegó a pedir llorando a la Policía que «le permitieran ver a su papá».

Bien; pues cuando ya se celebraba que se hubiera desvelado el misterio que envolvía el «crimen de la tinaja», se produjo una desagradable sorpresa: al ser juzgado el ya famoso chulo, se declaró inocente como «un recién nacido» y aseguró que si se había derrotado ante la Policía había sido sólo porque le habían golpeado brutalmente hasta que lo hizo. Así que el Goyo quedó en libertad «por falta de pruebas» y el «crimen de la tinaja» quedó sin resolver. Para siempre, me temo.


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