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14 de febrero de 2019

El impuesto sobre sucesiones

¿Qué es nuestra vida sino una tormenta tributaria perenne tanto aquí como el día que encaras el más allá? 

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Impuesto de Sucesiones: un atraco al modesto currante

No hay nada más fatídico y frustrante que ser currante picapedrero. Vives para trabajar; no trabajas para vivir. Y tras ponerle mucho sudor en la frente, no exento de ardor laboral, ganas un pequeño puñado de euros con los que más o menos malvives. ¡Es el sino del currante, ya sea pura mano de obra o ejecutivo bien trajeado! Nuestras vidas son cual esos ríos de laboriosidad, con aguas intensas y bravas, aunque con cauces secos del tan anhelado bienestar. Ponemos todo nuestro empeño en la labor –nunca mejor dicho– y al final vemos cómo nuestras compensaciones materiales –léase sueldos– son de una modestia supina. Empero, pensamos, a ilusión ¡no nos gana nadie!

Así que con cierta angustia vital encaramos los lunes, a hora temprana, pensando en la dolorosa y extenuante semana que tenemos por delante. Luego, algún coach entusiasta predicará sobre la motivación y elogiará la autorrealización a través del trabajo. Resignados asentiremos y fingiremos poner montones de sana ambición para caminar en busca de los objetivos propuestos. Atrapados dentro del coche en esos monumentales embotellamientos que cada mañana se forman en los accesos a las grandes ciudades, o encerrados en ellos sin apenas avanzar unos pocos metros en el atasco que obstaculiza nuestro regreso al dulce hogar, nos empeñaremos en autoconvencernos de que los auténticos valores se forjan a golpe de bravura.

  No hay nada más fatídico y frustrante que ser currante picapedrero. Vives para trabajar; no trabajas para vivir.

Cada día la historia se repite hasta que, por fin, llega ese puente o aquel acueducto que durante unos días nos hace sentirnos felices y gratificados por ese frenesí currante que nos caracteriza, intentando adoctrinar a propios extraños sobre unas virtudes en las que realmente no creemos, salvo en los días de asueto vacacional, pero que no queda más remedio que aceptar. Ésas son, amigo mío, las reglas del juego. En ese discurrir vital, caemos en la cuenta de que cuando ingresamos nuestros bien merecidos emolumentos una buena parte se la lleva a Papá Estado en forma del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas. Nos lo recuerdan cada mes cuando nos satisfacen la nómina. Nuestra quimera del salario bruto pronto se desvanece porque nos quedamos con el neto o líquido a percibir.

Y esa suma neta que finalmente llega a nuestro bolsillo o, mejor dicho, a nuestra cuenta corriente, ipso facto se ve recortada por culpa de la incesante caterva de pagos mensuales y domiciliados que mensualmente satisfacemos. Pero algo nos queda, por lo que consumimos. Y pagamos entonces el inefable IVA que sacude nuestras vidas. Y si no pagamos el IVA, cuando compremos otros bienes, el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales cae sobre nosotros. Si eres hombre o mujer prudente y te haces un rinconcito, por si las moscas y pensando en el día de mañana, el Impuesto sobre el Patrimonio acecha. Guardas algo de dinerito para cuando seas mayor y para que el día que la palmes, al menos tus retoños, más o menos creciditos, se encuentren con algún capital, por modesto que sea.

  Nuestra quimera del salario bruto pronto se desvanece porque nos quedamos con el neto o líquido a percibir.

Ingresas gracias a lo que laboras y pagas impuestos. Gastas para vivir más o menos dignamente y pagas impuestos. Ahorras porque abrazas el dogma de la prudencia, ¡y vuelves a pagar impuestos en forma del Patrimonio y una retahíla interminable de tributos autonómicos y municipales! ¿Quién diantre me aconsejaría ser cuerdo a la hora de gastar e invertir esos cuatro euros que ponen en la diana de todos los impuestos habidos y por haber! Nuestras vidas tocan a su fin y llega el día en que la palmas. Irrumpe entonces en tal trance la tributación mortis causa: el funesto Impuesto sobre Sucesiones que sobre todo golpea allí donde duele a las clases medias en forma de atraco al modesto currante fallecido y a sus buenos propósitos. Lo pagan quienes hereden. Hay difuntos tan previsores que ya antes del momento del traspaso habían apartado los dineros del previsible Impuesto para no angustiar a los, en teoría, ricos herederos en un país de miras económicas tan indigentes donde recibir un legado de un millón de euros constituye un monumento a la más frívola lujuria.

En definitiva, que nuestro sino aquí en España consiste en pagar impuestos cuando cobras tu modesto sueldo, en pagar impuestos cuando compras comida, en pagar impuestos si te haces un modesto patrimonio y en pagar impuestos cuando la palmas. ¡Qué es nuestra vida sino una tormenta tributaria constante tanto aquí como el día que encaras el Más Allá! ¿Vivimos para trabajar, trabajamos para vivir o vivimos y trabajamos para tributar?

 


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