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21 de marzo de 2007

Herrera en la onda I, II, III de José Luis Alvite

 LA RAZÓN 21 de marzo de 2007

Mi madre es por la radio por donde se entera de que sigo vivo y de que puedo aguantar tres minutos sin toser   

Cuando Carlos Herrera me invitó a incorporarme como colaborador en su programa, yo sólo era un discreto cadáver de provincias, un fulano con la cara debajo del rostro y la mitad del pelo dentro de la puta cabeza, un tipo cínico y descreído que había tardado ocho años en llorar la muerte de su padre. ¿Sabes, Carlos, muchacho?, había dejado de alentar la menor esperanza y mi idea de la difusión era morir con identidad falsa en tres hospitales a la vez. De mi primer matrimonio conservaba mi facilidad para salir de casa, y del segundo, dos hijos a los que sólo había visto crecer por teléfono.

Carlos Herrera me conocía de leerme en el desaparecido «Diario 16», un periódico heroico, digno y entusiasta cuya tirada casi se agotaba en los retretes de su taller. El director me había adjudicado una columna en la última página, seguramente sabedor de mi facilidad para acomodarme en los lugares más cercanos a la puerta de salida. Allí conseguí los primeros lectores para estas «Almas del nueve largo» y algo de dinero para cambiarle las averías al coche, aquel viejo coche casi penitenciario en el que rondaba de madrugada a boleo las calles de la ciudad, llevando en el maletero el cadáver de una rueda pinchada. Hasta entonces mi vida no había sido otra cosa que una meticulosa preparación para aceptar con resignación la idea de que en el mejor de los casos, mi meta no podría ser otra que estar de vez en cuando a la altura de mis fracasos.

Reconozco que llegué a vivir con auténtica desidia y que hubo momentos de mi vida en los que me abandoné tanto, que cada seis o siete meses me podaba las uñas de los pies para que no me cacareasen en el piso de la ducha. He de reconocer que la higiene es una cosa que está muy bien para prosperar en sociedad, aunque no es menos cierto que por culpa de cortarme las uñas, lo único que conseguí fue perder empaque y que se me cayesen a cada rato los zapatos.

No os lo vais a creer, pero en una ocasión me puse de tiros largos para acompañar a mi mujer a una cena y al día siguiente a un fulano le faltó tiempo para advertirme de que había visto la pasada noche a mi chica riéndose con otro hombre en un restaurante. No dije nada. No suelo decir nada. Hace años conocí en la estación del ferrocarril de Compostela a una chica muy agradable. Subimos al tren y entablamos conversación. Yo pensaba bajar en Padrón, pero por no interrumpirla, seguí hasta Vigo, donde pasé la noche hasta que al día siguiente di con una conversación que venía para Santiago. ¿Y sabes que hice a partir de entonces, Carlos, muchacho? Fácil: tomar los trenes en la estación de autobuses. Y ahora, amigo mío, he decidido tomar por el aire la onda que me devuelva a tu programa. Lo hago como gratitud y porque me gusta. Y también, Carlos, jefe, porque mi madre es por la radio por donde se entera de que sigo vivo y de que puedo aguantar tres minutos sin toser...

 

 LA RAZÓN 22 de marzo de 2007

A mí la irregularidad y cierto extravío me vienen de familia. Mi abuelo periodista murió en un tren, mi tío cayó fulminado en directo en una emisora de la SER y mi padre a veces llegaba tarde a casa desde el periódico en el que escribía a un kilómetro de nuestro portal, porque había guerra en Vietnam. Sé pocas cosas de ellos porque nunca coleccionaron sus artículos ni sus programas de radio y en la tumba de mi abuelo periodista incluso está equivocada la fecha de su muerte.

Una madrugada mi padre se presentó en casa trayendo de la mano a una niña que acababa de quedarse huérfana en una accidente de tráfico, mi madre le dio un beso de los nuestros, la metió en la bañera, miró cómo cenaba y la tuvimos con nosotros casi un año. Mi padre escribió la nota necrológica con motivo de la muerte de su padre y de su hermano, yo escribí la correspondiente al fallecimiento de mi padre, y en cuanto a mi obituario, supongo que mis hijos, por falta de datos, y para darle cierto interés, tendrían que hincharlo añadiéndole el nombre de mi barman y el sorteo de la bonoloto.

Mi hijo apunta ciertas inclinaciones literarias pero su pesimismo le arrastra a la contemplación. Cuando tenía nueve años le preguntó una tarde a su madre qué había de cena y cuánto faltaba para morir. En mis columnas del periódico y de «Herrera en la Onda» suelen merodear el escepticismo, la tenacidad y la muerte, lo que explica que al mezclarse literariamente la fatalidad y el empaque, resulte de vez en cuando un hombre que más que muerto se diría que está empedernido. Agradezco que Carlos Herrera haya tenido conmigo la paciencia de uno de esos tipos del «Savoy» que parecen capaces de plantar en el mármol de su sepulcro un roble de dos palmos y esperar sentados a que crezca y eche hojas para no ahorcarse al sol. A mí me ocurre algo parecido. De niño aspiraba a la inmortalidad literaria y a comer de los dividendos de mis novelas, pero dudaba de conseguirlo. Aquella ambiciosa mezcla de inmortalidad y gastronomía solía resolverla comiéndome las pequeñas frases que escribía a lápiz en el pan de la merienda. En una ocasión, ¿sabes, Carlos Herrera?, en una ocasión dibujé en el pan de la merienda una fosca bombilla encendida. Lo hice para que mis ilusionadas frases de la infancia no las leyese a oscuras la mierda. Esa mezcla ciclotímica de ilusión y desencanto me viene de lejos, ya te digo, Carlos, muchacho.

Cuando me incorporé al servicio militar en la Armada, mi escepticismo se mantenía incólume. A ello se debió seguramente el consejo que me dio un capitán de corbeta: «Si nos invaden, hijo, y al enemigo no le importa, entrégate». Jamás contaron conmigo para desfilar en Madrid. El mando sabía que en el Paseo de la Castellana un tipo tan escéptico e indisciplinado como yo, sólo encontraría razonable desfilar a lo ancho...

 LA RAZÓN 23 de marzo de 2007

A veces los momentos malos son la mera expectación para los momentos buenos   
 

No podría olvidar que Carlos Herrera me tendió su mano cuando en el fondo del pozo la mierda estaba más limpia que yo. No sacaba a mis hijos de la mano a la calle por si la gente creía que se trataba de un secuestro. Había estado a tratamiento en un siquiátrico y, como le ocurre a ciertos tipos del Savoy, mi rostro, amigo mío, mi rostro me pudría la cara y arrugaba el azogue de los espejos. En realidad no sabía si por las mañanas me vestía o me amortajaba. Había acumulado una deuda ingente en un garito a las afueras de la ciudad y creí que el pufo iba a costarme la vida.

Me salvó que al jefe del club el alma le diese un vuelco inesperado al cabo de unas cuantas copas charlando de madrugada conmigo a este lado de la barra. Antes de traspasarle el local a un odioso matón, una madrugada rompió todas aquellas facturas, las echó en mi cenicero, les plantó fuego y el humo de mis deudas salió hacia el firmamento por la cambota de la chimenea. Cuando Carlos Herrera me tendió su mano, recordé lo que me dijo aquel fulano al indultarme en su garito: «Si ese criminal quiere cobrar tus pufos, muchacho, va a necesitar el resto de su puta vida para sumar el humo»...

A veces los momentos malos son la mera expectación para los momentos buenos y aquel fue sin duda un momento bueno. A veces me acuerdo de aquel tipo mientras alterno en un garito. Y entonces, ¿sabes, Carlos Herrera?, entonces se me viene a la cabeza aquella extraña madrugada en la que salvé por los pelos el pellejo. Y al mirar por la noche el cigarrillo en el cenicero, ¡Oh, Dios!, veo la luz de la primavera en la flor del humo. Me dijo hace años un tipo en el Savoy: «Amigo mío, incluso la mala reputación produce prestigio cuando se consigue decentemente».

Algo parecido recuerdo haberle escuchado a Carlos Herrera (¿O sería a Ernie Loquasto?) cuando me invitó a incorporarme a su programa en Onda Cero: «Vamos, hijo, siéntate en las brasas del culo, fúmate seis cigarrillos, escribe algo y demuéstrame que a veces el fracaso sólo es un jodido éxito sin suerte».

Y aquí me tenéis, camino de regresar a su lado y al lado de esa familia de «Herrera en la Onda», persuadido de que puede que haya gente que me escuche y se sienta acompañada por la voz de un tipo que tiene de la vida la idea de que retrata un vago asunto en el que lo importante es ganar el dinero que se necesita para desempeñar con una frase en el perista la papeleta de empeño del prestamista.

La próxima semana estaré de nuevo con los muchachos de Carlos Herrera. Es parte de mi vida. No sé hacer otra cosa. Como me dijo hace años Lorraine Webster en el Savoy: «No hagamos planes, cielo. Dejemos que ocurra lo que tenga que ocurrir y digamos luego que esos eran precisamente nuestros planes..


 


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Comentarios 9

11/11/2011 14:19:04 Dulce Garcia Llana-valdes
13/12/2010 19:05:21 Nieves Espinosa Barajas
30/03/2008 0:59:47 Gerardo
20/03/2008 21:34:23 DELFIN GARRIDO CID
20/03/2008 21:34:11 DELFIN GARRIDO CID
12/01/2008 21:28:24 carlos de coro
20/05/2007 17:10:58 nacho
14/04/2007 1:22:43 Angel Escorial
26/03/2007 0:59:45 aurora
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