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16 de enero de 2015

Alvite cierra el Savoy

"Alvite cierra el Savoy"

El periodista recuerda a José Luis Alvite, el escritor, periodista y colaborador de Herrera en la onda, que ha fallecido tras no superar un cáncer de pulmón.

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 La obra de ALVITE

Desde sus colaboraciones habituales en el extinto Diario 16, Faro de Vigo, La Opinión de A Coruña o La Razón, José Luis Alvite nos ha regalado y nos sigue regalando columnas que han creado estilo y coleccionado adeptos. Columnas en las que ha recreado su mundo nocturno cargado de tipos sorprendentes.

En las Ondas, José Luis Alvite ha pasado por los micrófonos de Radio Nacional de España y hasta ahora sigue recalando de cuando en cuando en Onda Cero, siempre de la mano de Carlos Herrera.

COMPRAR EL LIBROEn 2004, Ézaro Ediciones publicó una primera recopilación de artículos de Alvite titulada Historias de Savoy”.

En el año 2007,Almas del nueve largo, donde siguió utilizando esas demoledoras metáforas con las que esculpe a sus personajes y ambientes.

En 2008, Áspero y sentimental, en él Alvite describió su propia vida con una crudeza similar a la que a menudo utiliza para describir a sus personajes del Savoy.

En 2011 con Humo en la Recámara” + CD (Ézaro ediciones), Alvite vuelve al Savoy.

En 2012 con "Lias en un prado negro" trata del psiquiátrico San Antón de Restande, un lugar deudor del opaco esplendor de los tiempos pasados, de cuando los hospitales psiquiátricos se llamaban manicomios.

COMPRAR EL LIBROEn 2014 con "Las Charlas de Nunca" José Luis Alvite, irrumpe de nuevo y cede el protagonismo a grandes personajes históricos con los que entabla una conversación caracterizada por sus singulares metáforas.

“Lo que tengo claro es que los tipos del Savoy son gente por lo general muy reservada, aunque de una franqueza indiscutible. Afrontan sus vidas con entereza pero sin valentía, sabedores de que los resultados de cambiar el destino raras veces compensan el esfuerzo de haberlo intentado. El Savoy nació como un síntoma de mi profundo desencanto personal por culpa de una vida insatisfactoria o por el simple hecho de que la recreación literaria es la alternativa emocional y biográfica que le queda a un hombre al que no se le dan bien la aritmética, el tarot o el tenis.

Dediqué buena parte de mi vida a cometer errores; el resto creo que lo necesitaré para lamentar haberme corregido.

En cierto modo, si tengo algo de prestigio en la profesión se lo debo sobre todo al hecho de haber dedicado mis mayores esfuerzos a perjudicar mi reputación”. Ahora, con “Humo en la recámara”, Alvite vuelve al lugar en donde su coche lleva aparcado doce años en doble fila, “por ganar tiempo en el caso de sobrevenir el cierre precipitado del negocio”.

 

LA RAZÓN

Adiós a José Luis Alvite: el Savoy cierra por defunción

AMPLIARSiempre pertenecerá al mundo halógeno de la noche, a esa raza encanallada que desayuna a las seis de la tarde y confunde el sol con las incandescentes bombillas que iluminan el tapete quemado del billar. Él sabía que, en el fondo, había más literatura en la máscara funeraria de Dillinger que en las obras completas de Flaubert. La biblioteca siempre le debió parecer un lugar apropiado para colocar el polvo que sobraba en el dormitorio. Un espacio más adecuado para arqueólogos con mascarilla que para el aliento agrio de los vivos. Su columnismo nunca nació de esa erudición artificial que saquea los diccionarios para escribir un artículo que no dice nada. Su escritura proviene del material invertebrado que es la madrugada, un territorio donde solamente tienen buena imagen los muchachos con mala fama. Ahí comprendió que hay amores que cuestan lo mismo que un taxi a París y que una vida virtuosa resulta tan aséptica como un pasaporte sin sellos. Las horas perdidas en los bares sin horario le inocularon un filosófico escepticismo, una lejanía sentimental que a veces nos recuerda qué es la nostalgia. En esos tiempos aprendió a cargar las palabras con pólvora, a convertirlas en balas certeras. Por ese motivo, sus frases resuenan en nuestras acomodadas conciencias como el eco de un disparo inoportuno. «A los quince años el sexo me parecía pecado; a los cuarenta, me parecía un deber; ahora, sinceramente, me parece caro».

José Luis Alvite creció en esa posguerra de provincias que asoló España. Una época donde los niños merendaban saliva y el mejor alimento para la inteligencia era el hambre. En su acta de nacimiento reza 1949, pero él intuyó enseguida que las fechas biográficas sólo debían servir para humanizar el frío de las lápidas. A una edad temprana, un médico sin talento quiso arreglarle la nariz fracturada y, sin darse cuenta, le dejó en la cara el rostro de otro tipo. Su madre no protestó. Él tampoco levantó la voz contra ese otro chico que le miraba desde el espejo con sus mismos ojos. Se conformaron con sacar un par de fotos nuevas para el libro de familia y admitir a ese extraño como un hermanastro imprevisto.

De aquella experiencia heredó un par de lecciones: que la personalidad proviene de las geometrías de lo diferente y un rechazo frontal hacia la correcta belleza de los quirófanos, la higiénica uniformidad que los cirujanos inyectan hoy en día en los pómulos de las chicas. Su infancia pasó en una época rica en olores y sensaciones que ahora nos parecerían perjudiciales para la salud; en un tiempo en que los adolescentes arrastraban en la frente las huellas genéticas de los antepasados y cada mujer guardaba como un secreto el delicado encanto de sus diferencias. Su aparente pesimismo provenía de una mirada realista de la vida, de esa forma cinematográfica de contemplar la existencia con las penumbras y oscuridades de un salón de jazz. Y quizá, también, de la imposibilidad humana de alcanzar algún día la felicidad.

Cuando Hollywood levantó sus estudios en L.A. , Humphrey Bogart perdió a un gran guionista. Las columnas de Alvite siempre han poseído la descarnada autenticidad del género policiaco, el mágico resplandor que envuelven a las películas en blanco y negro. Sus textos están impregnados con la luz bicolor de los filmes de los cincuenta y al leerlos da la impresión de que los estuviera masticando delante de ti el mismo Edward G. Robinson. «A veces la libertad consiste en pintar de azul el patio de la cárcel». Uno lo descubrió cuando sólo era un becario sin profesión en las páginas de «Diario 16». En aquellos artículos, Alvite descubría a sus lectores que el fracaso muchas veces consistía en triunfar y que todos los sueños pierden su encanto cuando empiezas a acariciarlos con la yema de los dedos. El maestro, incluso se atrevió, en una serie de «entrevistas imaginarias», a sentarse delante de Adolf Hitler para demostrarnos a todos lo mismo que pensaba Bertolt Brecht: que ese tío sólo era un matón de tercera.

Nunca coincidimos en persona, pero sí hablamos por teléfono, y siempre quedábamos en tomar unas copas que nunca han llegado. A estas alturas, ya no se cree demasiado en nada, y mucho menos en un Dios rodeado por una corte de querubines asexuados. Probablemente la tumba no es más que otro callejón sin salida. Pero si existe un lugar más allá de esto espero que no sea azul y que se parezca más a El Savoy, un sitio donde el barman no se vea obligado a cerrar por orden municipal y las pistolas no sean más peligrosas que la sonrisa de una mujer. Un rincón donde reencontrarnos con Ernie Loquasto, Chester Newman, Lorraine Webster y Sony «Sweet» Sullivan, aquel púgil noqueado al que tuvieron que hacer una cesárea en los ojos después de un combate para que pudiera llorar su derrota. Una barra donde, al fin, se puedan levantar las copas para brindar por algo.

Javier Ors


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