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Carlos Herrera  

 

COPE

En COPE Andalucía hemos seguido el acto conmemorativo de los cien años de la Hermandad de la Candelaria de Sevilla

Carlos Herrera ha protagonizado el acto conmemorativo del Centenario de la Hermandad sevillana y en COPE Andalucía hemos ofrecido un programa especial de la mano de Adolfo Arjona. El propio Adolfo Arjona resumía el pregón de Herrera como “una historia de amor entre un hombre y su Hermandad”.

A continuación, os ofrecemos el pregón íntegro elaborado por don Carlos Herrera Crusset.

Pregón de Carlos Herrera en el Centenario de la Hermandad de la Candelaria

Yo nací un 26 de junio de 1921. No recuerdo si era un día de mucho calor, o de esos soles abrasadores del junio sevillano. Pero conociendo miciudad y mi barrio me atrevo a decir que frío, lo que se dice frío, no hacía. Y que las calles de mi vecindario ardían con ese hervir de entonces, de cuando el frio era frio y el calor, calor.

Cuando alguna vez me han preguntado qué soy, como a tantas otras como yo, siempre he dicho que somos un grupo de gente con algo en común. Una hermandad es un vínculo de sangre, pero también una unión quien trasciende a los genes y a los guisantes de Mendel y a los úteros y a los ancestros. Una hermandad soy yo, algo que une a gentes diversas hace cien años y que les sigue uniendo una tarde de octubre como la de hoy. Algo que trasciende a las generaciones, y a las modas, y a los avatares, y a los intereses locales o temporales. Soy un dolor y una alegría, un bosque de ramas entrelazadas, un quehacer de cuaresma, una misa de domingo, una función Principal, unos vasos en el patio, un Cabildo encendido, un manojo de nervios la tarde de un martes de primavera, la soledad de los veranos, la limpieza de la plata, un nacimiento en diciembre, una caminata de San Nicolás, la caridad silenciosa con los que cuentan las horas de la pena, la liturgia del abrazo, la evangelización popular, la estampida de la Fe, una sábana lanzada encima de un pobre que duerme, lo perdido en la memoria y lo encontrado al despertar, el cobijo en esos años en los que nunca deja de llover, el diálogo de la vida y la muerte, la soledad y el gentío, el olor de sacristía, pero también de tabernas, es un sol ardiendo en la nieve del tiempo, un río de escritura creciendo sobre la piel, es la noche que atraviesas y el día que no llega, la mano que la semilla siembra, el polvo de las celebraciones que llena las calles, es el tambor nuestro de cada pena…

Una Hermandad sois los que fuisteis y serán los que vendrán a renovar los epitelios de la vida. Una Hermandad es mitad arpegio y mitad página borrada, un fragmento de Dios brotado en los rastros de la memoria, una escritura en la arena sin que la ola alcance el rasgo, una recolecta de soledades, una herencia de tus padres, una forma de partir en dos mitades mi alma, una para entregarla y otra para ser amada…

Eso somos y también todo aquello que cada uno sabe y que pregonero alguno es capaz de llevar al surco negro de la tinta.

Yo, la Hermandad que nació hace cien años, he ido siendo todo eso y he ido moldeándome en costumbres continuadas que han permitido que mis huesos no huelan a hierro sino a incienso, y que en mi seno se hayan reproducido los mejores y menos buenos comportamientos humanos. Porque nada de lo humano nos es ajeno, sobre todo el silencio que cargamos sobre la cruz y el agua, mientras intentamos salvarnos con la verdad entre las manos. Una Hermandad es un aluvión de anhelos, el hilo del laberinto que lleva a la salida y, a veces también, un animal cansado que da dos vueltas y se echa en sí mismo sobre su costado.

Pero querréis saber cosas del tiempo en el que nací: ¿qué pasaba en España? ¿Quiénes nacieron a la vez que yo? ¿Quiénes fueron mis creadores y con qué ilusión me dejaron constituida?

Cuando nací, había acabado la que llamaron Gripe española, habían asesinado a Eduardo Dato, el presidente del gobierno, y se estaba produciendo a la par, con toda crudeza, la guerra del Rif, lo que después conocimos como el Desastre del Annual, donde murieron más de siete mil jóvenes españoles. Cuando nací también nació Mario Lanza, y Sajarov, y Felipe de Edimburgo, y Fernando Fernán Gómez, y Alberto Closas y el Partido Comunista del España. Y yo qué sé, mucha gente y muchas cosas: se descubrió la insulina, se llevaron al Cid a la Catedral de Burgos, el Autogiro de La Cierva dio su primer vuelo desde Getafe, Albert Einstein ganó el premio Nobel, murió doña Emilia Pardo Bazán y también Carusso. Ese mismo año Juan Ramón Jiménez fundó la revista Índice, Lorca publicó su Libro de Poemas, Unamuno La Tia Tula y Ortega y Gasset España Invertebrada. También quisieron matar a Aníbal González y continuaron muchas obras de la Expo del 29. En realidad, se pretendió desde inicios de siglo que la Expo fuera el 21, pero no dio tiempo. También en ese año se construyó la dársena del Guadalquivir. Eran los felices años 20, que luego sucumbieron ante la tremenda decadencia de la década

Un grupo de fieles del barrio estudiaron crearme. Establecieron mis Reglas un 4 de Junio y me dieron vida en San Nicolás un día 26, ese día del que no recuerdo qué calor hacía.

Pepe Ruiz Escamilla era un trianero de 1882, vecino de la Alfalfa. Alfalfa que por entonces llevaba el nombre de Mendizábal, el del mangazo de la desamortización. Y que había sido Plaza del Vino, pero que siempre fue la Alfalfa, la plaza siempreviva del barrio, la almendra que corona el bizcocho de calles que rodean San Nicolás. Era la Alfalfa de la Carnicería Bejarano, de carruajes de alquiler Vda de Manuel Correa, de Perfumes Brito, del comercio de Loza y Cristal Japón Rico, que era un señor que se llenaba así, de la Barbería De Montes Requena, la Fotografía de Leopoldo Olarte y la Cerería Vda de Carranza. Y me dejo lecherías y esparterías y panaderías y, por supuesto, tabernas, varias tabernas. Madre mía ¿y todo eso cabía en la Alfalfa en el año 21? Eso y el mercado de animales que fue cambiando con los años y que se instaló ahí a mediados del XIX para que la gente no tuviera que cruzar el Puente de Barcas camino de Triana, que es donde estaba el otro mercado…

En esa Alfalfa también cabía Pepe el Planeta, el encargado de una naviera inglesa que era tan corpulento como su abuelo, del que se decía que podía cargar con el Planeta a hombros. Le recuerdo sencillo y bondadoso. Un hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno, como ya había escrito de sí mismo su contemporáneo Antonio Machado. Nací en San Nicolás de Bari y me vi convertida en Cofradía un año después, un Martes Santo, yendo y viniendo por San José y los Jardines, con Nuestro Padre Jesús de la Salud y María Santísima de la Candelaria. La imagen de Ocampo había venido de la Magdalena a reemplazar al Señor de la Salud de los Gitanos, que marchó ese año a San Román. La imagen que en el 24 trazó Manuel Galiano ocupó el lugar que temporalmente dispuso la primera dolorosa que durante dos años encarnó a nuestra titular. Hoy la venera hasta el Papa.

100 años contemplan esta vida, la mía, la de una Hermandad sencilla y hermosa, y perdonad que hable así de mí. La Hermandad de un puñado de fieles que estoy convencido andan metidos por alguna parte de este teatro, a buen seguro en el palquillo de la Gloria. Fieles que saben como yo que no fui creada como consecuencia de la enfermedad de la hija de El Planeta, con la idea de salvarla. Ruiz Escamilla creó la Hermandad y al año siguiente su hija pequeña enfermó gravemente. Era el verano de 1922 y aquél año ya la Cofradía había realizado Estación de Penitencia a la Catedral. Pepita tenía seis o siete meses y fue asaltada por la negra sombra de la enfermedad, tanto así que aquél dolor gastrointestinal hizo que médico y familia temieran por su vida. Faltaba poco para le media noche. Pepe se echó a la calle y se dirigió al único lugar donde creía que podía encontrar consuelo: su parroquia de San Nicolás. El sacristán le abrió. Aquél hombre fuerte y vigoroso, de envergadura poderosa, se acercó tembloroso a los pies del Señor de la Salud. Se derrumbó de rodillas bañado en el llanto del que solo es capaz un padre que va a perder a su hijo. El rudo y sencillo hombre que había organizado la Hermandad, con una gorra en sus manos y con la mirada puesta en los ojos del Señor, pronunció, a buen seguro, las palabras más emotivas de su vida:

 - Señor, aquí no hay más médico que tú…

 Agachó la cabeza unos segundos. Tomó aire de nuevo. Volvió a mirar al Señor y acabó su ruego:

 -Si Tú quieres, pon buena a mi niña…

 El Señor le escuchó. Y la niña sanó a los pocos días. Y vivió muchos de estos cien años.

 Soy tu Hermandad. No tengo rostro que mirar en el cristal. Pero mis rasgos son todos los rasgos de quienes me habéis vivido. Vengo de lejos, caminando por esta espesura de los decenios, con un collar de uvas para endulzar el tránsito. Tránsito entre arroyos y chubascos. Pero también por las doradas praderas de Dios. Cierto que he anhelado amparos, pero mi satisfacción estriba en haber amparado anhelos, que para eso nací.

Soy de maneras sencillas, no grandilocuentes ni fatuas. Enjuago si acaso mi llanto en el Templo y resplandezco bajo la lluvia de las adversidades, vida, ceniza, pobreza, caridad. Albergo Fe y Esperanza. Y me desgarro en la orilla de las vanidades y egoísmos. Soy obra de los hombres, con inspiración divina si queréis, pero por tanto he sido zarandeada y, a veces, inexplicablemente maltratada merced a los herrumbrosos puñales de envidia y rivalidad en mi seno. Pero mi sangre, felizmente, no ha llegado al río.

 Hoy habláis de mí, que es una forma de hablar de vosotros. Porque yo soy vosotros y estoy hecha de los manantiales renovados, de la sangre en relevo. Hemos conseguido no morir a mediados de ningún engaño y emplazar las maldiciones a las afueras de cualquier ruina. No nos hemos dejado llevar por ningún ruido melancólico ni nos hemos confundido en el fulgor de los espejos. No pocas veces el Diablo ha venido a visitarnos, pero la fuerza arrolladora del amor de Dios nos privó de cruzar los miedos por el delicado filo de los cuchillos.

A la Gloria, candelarios, a la Gloria
Recorrido de un camino centenario
Amarrados al amor de nuestra historia
Por el vínculo de fe de un calendario

No somos peces regados por la crecida.
Ni pájaros volando el nido del olvido
Ni separamos lo que andaba bien reunido
Viendo pasar la Gloria a sus pies rendida

Ni somos tampoco aroma de pesadumbre
Celebrando permanentemente un duelo.
Somos ansia por llegar hasta esa cumbre
Desde la que se atisba de cerca el cielo.

 Para hacer verdad aquella profecía
Que asegura que en vuelo de su brisa
Será cierto que habrá de llegar el día
De acunarnos al calor de su sonrisa.

Y sentirnos cazadores al acecho
Del recodo de sus manos como cuna
Y ver brotar como lirios en el pecho
Suspiros de entre todas las madres una

 Candelaria, amor que salva los abismos
Salvas las almas y a la vez plantas la flor
Que vuelve a brotar en el instante mismo
En que la furia se disfraza de dolor

 Son mis años lo que en las manos traigo
Echados en un saco de vida y de verdad
Son los años que tenemos, ahora que caigo
Los hijos centenarios de mi Hermandad

 ¿Qué guía la mano de un artista para tallar una imagen que algún día recogerá la devoción de legiones de personas? Su instinto, su genialidad, su técnica… Me resisto a creer que en muchas de las dolorosas o en muchos de los nazarenos o crucificados no exista, aunque sea como un soplo esquivo y breve, un aire de inspiración divina, como si el Señor hubiera bajado a darse un paseo con las manos en la espalda, tomando el fresco, y se asomara a la ventana del taller, con la curiosidad de como de hermosa va a ser su madre o como de cierto va a ser el sufrimiento del rostro de su Pasión. Manuel Galiano no dio con lo que esperaban los cofrades candelarios hasta que tomó como inspiración el rostro de Marcelina Sánchez Salas, joven feligresa que era sobrina de los dueños del establecimiento “La Alegría de San Nicolás”. Su madre le entregó a Galiano una fotografía de la joven y después él, tomó algunas notas con las que inspirarse definitivamente. Cosa que hizo. Me he preguntado muchas veces si Marcelina, que vivió hasta el año 91, se reconocía en el rostro de Nuestra Señora, tanto en los primeros años como después del trabajo de remodelación de Antonio Dubé de Luque allá por los sesenta.

Cuánto daríamos todos por estar presentes, asomados por un ventanuco del tiempo, cuando se le daban los últimos toques a la figura del Señor. Así desvelaríamos la duda de si Francisco de Ocampo fue el autor de lo que, indudablemente, lleva su sello, o si fue cualquier otro taller de la Sevilla de la época, plagada de artistas de todo jaez. Sabríamos para quien y para qué fue hecho, si para una hornacina o si para culto procesional, con la Cruz al derecho o la Cruz invertida. Cuánto no daríamos para asomarnos por un rincón de las nubes para ver el traslado desde la Magdalena hasta San Nicolás el 11 de noviembre de 1880, cuando la imagen del Señor vino a tomar posesión de su casa. ¿Cómo era un traslado en 1880? ¿En andas? ¿A costal bajo una parihuela? ¿Sin música? ¿A paso de Mudá? ¿Con fieles de particular? ¿Bajo la curiosidad del público? Por aquél entonces - y según algunos programas de mano- salían 18 cofradías a la calle, no existía ni el lunes ni casi Martes Santo y las músicas procesionales eran de Llura, Gabaldá, Juarranz, que lo que se dice conocidos nos son por el gran público, música más de rango militar, algo más oscura, más de luto. Aún faltaban veinte años para que naciera al mundo el compás melancólico de Valle, la marcha de Gómez Zarzuela.

En ese marco cofradiero llegó la talla del Señor a su casa, la que hoy, 141 años después sigue acogiéndolo en su capilla.

El Señor de pequeña estatura y de túnica labrada en madera ha arracimado miradas de los buscadores de esperanza. De los buscadores de Salud. De aquellos sevillanos que llevan un altar en su pecho, repleto de fervores, con atasco de Fe y embotellamiento de plegarias, como un refugio de eternidad. De aquellos que se han sucedido en el rezo, de los que han buscado la mirada humillada del hijo De Dios prendido, el cristal purísimo de sus ojos abatidos, el fatigado caminar de quien va derecho hacia la muerte en la Cruz, el elixir de su sombra en tardes de penitencia, en anocheceres amortajados que van pasando como las cuentas de un rosario cansado. De aquellos que nadan hasta la orilla movediza donde cabalgan los caballos del castigo, de aquellos que beben los jarabes amargos del desaliento y de aquellos otros que perdieron la cuenta de las veces que les abandonaron.

De aquellos que siguen andando lentamente en la memoria temblorosa, los que no tienen más jardín que los barcos lejanos, los que vienen con un cuerpo que ya no es el suyo, los que siempre son cubiertos por una permanente niebla de invierno, los que siguen detenidos en la raya del amor oscuro que nunca fue y los que tragan su tristeza como un pez muerto nadando en su garganta.

 Ahí es donde te toca a ti Señor. Te toca infundir consuelo a aquellos que llegan sin nada que ponerse, sin que su esperanza haya encontrado en el ropero el consuelo de un echarpe. A los que ansían posar su mirada desvaída en un punto de luz surgido de la figura de un nazareno. Que siempre está quieto, no se mueve, no bendice, no sonríe, no abre los brazos, no levanta la cabeza mirando hacia el cielo… pero que consigue que, quien cree en Él, crea que lo está haciendo para sus ojos…

 A la Gloria, Candelarios, a la Gloria,

Canastilla de oro
Faldón bordado
Lirios por camino de rosas
Y en el sendero de las cosas
un tesoro
mirada de ensimismado

De quien busca en la espesura
Haber dado por ventura
Con la luz y con la cruz
De quien dio su juventud
Aunque sufriera un quinario
Torturado hasta el calvario:

Mi Señor de la Salud
Que a media tarde un martes
Busca por todas las partes
En su paso
Descalzo, de espinas rematado
Algún cristiano embelesado
Y si acaso
Algún otro atormentado

Oculto en la multitud
Lloroso y esperanzado
Por mi Señor de la Salud
Madera vieja
Bendita en todos sus pliegues
Que Adonde quiera que llegues

Alivies todas las quejas
De almas en contraluz
El dolor del que me aleja
Mi Señor de la Salud

Sombra viva en los muros
De la calle San José
De noche, por lo que sé
Los anhelos son tan puros

Que hasta le brillan los ojos
Al rostro en su plenitud
Mientras, revive despojos
Mi Señor de la Salud

Y ya por fin en su casa
Aupado en su hornacina
Con su madre por vecina
Y con la gente que pasa

Buscando un halo de luz
Para su penalidad.
En su gesto de virtud
Ve pasar la eternidad
Mi Señor de la Salud

Viaje de pasos lentos
Travesía por el tiempo
Atrapada por momentos
En olvidos y no miento:
Cuando flaquea el recuerdo

Y si la memoria es capricho
El hace revirar los vientos
Sin prisas, con lentitud.
Quien va a ser ¿no os lo he dicho?
Mi Señor de la Salud

El Martes Santo trasciende, para los Candelarios a cualquier fecha del año. Un revoloteo de túnicas blancas abanica el barrio, se alborota el vecindario, se estiran los espartos, se visten los costaleros en los zaguanes abiertos, se abren los balcones, se cuelgan los reposteros, se preparan comidas y meriendas, los bares se abarrotan, San Nicolás luce en una mañana de fiesta, repleta la Iglesia de fieles y cofrades, de representaciones de diversas hermandades; visita del Consejo, flores por aquí, oraciones por allá, miradas emocionadas, secretas lágrimas del reencuentro. El Martes Santo, hermanados en ajetreo con nuestros vecinos de San Esteban, el barrio alinea las veletas, afila el sol de abril, ve volar en danza secreta los vencejos de primavera, de esta primavera que ve crecer los menudos granos de la esperanza servidos en el mantel tendido de la tarde.

Y nosotros, cada uno, repasamos la misma partitura de cada año. La que nos lleva a poner el corazón a nivel, la que nos permite sacudirnos la nieve que nos cubre las pupilas. El solo gesto de desdoblar la túnica y ayudarnos de alguna mano fraternal para vestirnos, nos hace latir el corazón, ese músculo oscuro de toros en penumbra, que describió el poeta, con compás de marcha de Marvizón. La túnica planchada en la ceremonia previa de la última semana de Cuaresma está esperando para su servicio más feliz: vestir de nazareno al hombre o la mujer que de forma anónima va a dialogar con Dios durante unas pocas horas.

Nadie sabe lo que hay bajo un antifaz, lo que lleva a esa persona a estar ahí, en soledad entre la muchedumbre, hablando consigo mismo, recordando, rezando, mirando a quienes le miran escrutando su identidad. El nazareno es una incógnita anónima, como anónimas son sus emociones, desde que a media tarde saluda al sol en el marco de la puerta de la Iglesia, hasta que llega la noche, como un inmenso párpado caído perforado de estrellas y trompetas.

 Pero, decía, después del rito, del esparto, la medalla, las sandalias, la papeleta de sitio y los abrazos que llenan de congoja a los que se quedan, uno toma su camino, como todos, y recorre los pasos que después deshará con el cansancio dulce de la penitencia cumplida.

El ceremonial del reencuentro es una pauta común en todas las cofradías. Hermanos que no ves a lo largo del año y vuelves a reencontrar vestidos como tú, en el mismo sitio y a la misma hora. Son los nuestros, los hermanos, los amigos, los que sobreviven a los contratiempos, los de la vida en flor, los que crecen como un silbido en el eco, los que tuvieron cita con la Muerte y ésta no acudió, los que crecieron contigo, los que no renuncian, los que llevan el vuelo de un pájaro herido en el rostro, los que ven abrirse la tierra delante de sus pies, los desafortunados y los suertudos, los nuevos y los viejos, los que le sienta la túnica pa darles con una alpargata o los que le sienta como un traje de primera comunión, los que tienen cara de fotografía amarilla, los que abrazan con el efecto demoledor de una sonrisa, los que tienen una cita con su pasado, los que limitan al Norte con alguna pena o los que limitan el sur con la risa y la alegría. Son compañeros de tramo, hermanos de los días señalados, con los que nos ponemos en orden, tomamos la cera o la vara, oímos abrirse el portón, sonar la banda De la Cruz de Guía… Y un bofetón de vivencias nos viene, un año más, a la cabeza y al corazón, como si un algodón de miel nos hiciera cosquillas en el rostro. La vida, en ese momento, empieza ahí y ahí termina.

 Qué voy a deciros de estos dos años sin Martes Santo. Cada uno de nosotros sabemos lo que sentimos cuando llegó el día y estábamos encerrados el primero y a media pensión el segundo. Muchos nos hicimos a la idea que el agua nos había impedido la Estación de Penitencia. Pero encima hizo un día espléndido los dos años.

Me vino a la cabeza los tres años consecutivos que estuvimos sin salir, esa vez sí, por culpa del agua. El Viernes Santo tiene el sambenito de que siempre cae agua, pero en estos últimos años le ha salido un duro competidor: nuestro Martes Santo. 2011, 2012, 2013, además de 2003 y 2007, nos quedamos mirando al cielo. Sin contar el año que nos cogió el aguacero en la calle San Fernando, creo que era el 94 y el año en que nos sorprendió poco después de la Alfalfa. El siglo XXI ha sido para regalarlo. 7 de 21 sin salir por el agua, dos por la pandemia, y dos de recogerse, si no me falla la memoria. Recuerdo los tres años consecutivos diciéndole desde mi optimismo a José María Cuadro, Hermano mayor entonces: “José María no te engañes, no va a caer ni una gota”. El primero dudó, pero los dos siguientes es que no me quería ni oír: “Carlitos, dedícate a la radio y deja las predicciones por lo que tú más quieras”. Efectivamente llovió como para ablandar el asfalto.

Y luego llegó el bicho maldito venido de China agarrado a las alas de un murciélago. Todos recordamos aquella sensación de las calles vacías. Aquél día en que se decidió desmontar los palcos tuvimos la certeza de que no había marcha atrás, de que la suerte estaba echada. Y no éramos conscientes de hasta donde nos iba a golpear la tragedia. Todos llevamos una o varias ausencias dentro y por ellas hacemos la Señal De la Cruz con nuestras manos de apagadas encinas. Ausencias de hermanos que hoy todos recordamos, desde Milagros Herrero, la esposa de Joaquín Cazorla, o Tomás Moreno, hasta la reciente marcha a los brazos de Nuestra Señora del inolvidable Fernando Piruat, a quien tanto hemos querido todos.

¿Qué se vivió en el universo inacabable de la casa de cada uno aquella tarde de Martes Santo de 2020? ¿Repasabais como yo, minuto a minuto el recorrido de la Cofradía situándolo donde correspondía a cada instante? Ahora en Alcaicería, ya en Lasso De la Vega, estaríamos entrando en Campana y luego chicotá desde el palquillo hasta más allá de la esquina de Rioja. Esta hora es la de Contratación, y luego del tirón por San Fernando a paso de mudá si hace falta. Si, esta es la hora de salir de los Jardines y escuchar a Alex Ortiz en la revirá hacia Santa María la Blanca.

Ya tiene que haber entrado el Señor. Buff me vence el cansancio. Soñaré que entro con ella, como siempre, cuando me tiembla en los oídos el rumor de muchos ríos de marchas y tiembla en los adoquines un pulso de ciudad en espera, de gente que se despide y otra que se da cita para el abrazo. Ya volviendo a casa. ¿A esta hora me recojo yo todos los años?

Y así los demás días. Y así el lento paso del año, a la espera de la polvareda de dulzor de la Cuaresma, que llega, pero como un amor a medias. La Cuaresma de este año fue un dolor anticipado, un sendero a lo imposible: prepararnos para lo que sabíamos que no podía ocurrir. Ir a ver a los titulares que luego no veríamos en su esplendor sobre una canastilla o una parihuela. Admirar las dalmáticas que nadie se pondría, el juego de insignias que nadie asiría, la vara de oro del Hermano Mayor que quedaría recostada sobre el sillón de damasco. Pasamos por todos los lugares que abrieron sus puertas, contemplamos a las Dolorosas en su esplendor, a los Crucificados en su grandeza, a los Nazarenos preparados para su Calvario… pero llegado el Domingo de Ramos a mediodía, cuando La Paz había de iluminar el Porvenir o La Borriquita bajar la rampla rodeada de chiquillos, supimos que nada iba a pasar y nos fuimos a recogernos como si estuviera cayendo la peor de las tormentas. Qué sensación más desoladora ver al Cristo del Amor segundos antes de cerrar El Salvador sabiendo que, de noche, no llenaría Sevilla de suspiros callados. O acercarme, como tanto deseo siempre, a la mejilla izquierda de la Amargura para contemplarla desde mi ángulo favorito, con Dios aposentado en sus ojos y un dulcísimo trigo en sus labios. O ir a San Julián a media mañana y citarme con la Hiniesta en la Cuesta del Bacalao remolcando corazones asombrados. Y después el lunes, e inclinar mi cabeza ante Rocío sabiendo que en la Redención no iba a repetirle los versos del pregón que decían:

A la Gloria sevillanos

A la altura de Rocío detenida
Por la voz del capataz en desafío
De Rocío hasta la voz no habrá medida
De la voz hasta Rocío solo hay Rocío

Y así el miércoles de Baratillo y el jueves de Montesión, y la Madrugá de mi Esperanza de Triana, ante la que pude pasar seis horas emitiendo un programa para toda España con la madre de Dios solo para mí, a escasos metros de mi beso. El punzante dolor de saber que no iba a verla volver a casa, como cada año, disipó todo rictus de esperanza de mi rostro, como el de todos los trianeros de corazón.

Dios nos somete a duras pruebas, pensé. Pero también sentí el orgullo corporativo del movimiento cofrade sevillano. Ni una voz, ni una queja, ni un histrión, ni una rebeldía, ni una rabieta decimonónica, como algunos hubieran querido. Quietud, asentimiento y obediencia a la circunstancia y a los decretos, Lo que no se puede, no se puede. Y además es imposible, que dijo el Maestro. Resignación y a esperar.

 Y ahora qué. ¿Qué va a pasar este año? Pues que de una forma o de otra tienen que salir Dios y su Bendita Madre a las calles de Sevilla. Si no lo impide una inesperada contrariedad, que se da por controlada, hemos de volver a nuestra vida previa. Con las limitaciones mínimas que sean recomendables pero con un sol entre las manos, como los chiquillos del Domingo de Ramos.

Ya no hablo de lo que necesite la ciudad en planos elementalmente materiales. Hablo de lo que necesitan los corazones cofrades. Hablo de miradas desparramadas en cada detalle que Sevilla pone en danza de Fe a lo largo de una semana y sus días previos. Sevilla en Semana Santa es una Reina abriendo su joyero, y breves esmeraldas brotando entre los asfaltos, entre los naranjos, entre acacias, entre jardines, entre plazas y callejuelas. Entre sonetos como el presente.

Como una ola de amor furiosa y fuerte
En sangre viva Sevilla estoy contigo
Y me duelen los labios cuando digo
Que yo habré de quererte hasta la muerte

Quiero el último secreto conocerte
Mientras le hablo a Dios y a ratos sigo
La sombra que yo quiero esté conmigo
Y al compás de mi latido te despierte

Y espero por fin que te deslices
Sin largo adiós de despedida
Y en buena hora me cautives

Cuando hablas tú, sé lo que dices
Cierra tu voz toda mi herida
Y herido Sevilla me revives

¡A la Gloria Candelarios, a la Gloria!!!

Una lágrima de sol por fin espera
Posarse en tu hombro con la aurora
Saber, Sevilla, que al fin llegó la hora
De caminar los senderos de la cera

 Con pértigas de sol, cántaros de aroma
Con la luz de abril envuelta entre plegarias
Y los destellos de amor que siempre asoman
En el vuelo de tus labios, Candelaria.

 El decreto de palacio que anula el anterior por el que se prohibían los cultos en exteriores viene a decirnos que habrá algún modo de Semana Santa. Y que habrá salida extraordinaria en diciembre de la Virgen de la Candelaria bajo palio para celebrar una Eucaristía en los Jardines. Será la Semana Santa del Reencuentro, del abrazo, de la sangre en cadena, de interminables filas, de un volcán de llanto en los adentros, del júbilo de los portones abiertos y de los primeros compases de la banda. Si nada acontece, que no tiene por qué acontecer, aunque nunca se sabe, volverá a abrirse el libro de las cosas de Sevilla y sembrarse el asfalto de las inagotables lágrimas de cera nazarena y de las pisadas a golpe de latido de los cofrades de la ciudad. Sevilla será lo que no ha dejado de ser, pero hará lo que hacer no pudo durante dos años de ausencia desgraciada. Ciertamente Semana Santa hubo, lo que no hubo fueron Cofradías, pero el Señor siguió resucitando el Domingo después de haber fallecido el viernes, en el mismo momento que los corderos de Pascua eran sacrificados, y en el alma católica de los creyentes prendió un oración de júbilo al dar por redivivo a Cristo.

¡A la Gloria, Candelarios, a la Gloria!

Volverás Sevilla con las flores
Fiel a esa tu vocación primera
De romperte en cien mil primaveras
Y llenar de amor los surtidores

Y que en cada brote los amores
Sobrevuelen todas las fronteras
Y dibujen la media torera
Con las alas de los ruiseñores

Volverás Sevilla en los jilgueros
Y en el rumor de cada fuente.
Dos años de pétalos ausentes
Y de triste ocaso de luceros

Paraíso de besos verdaderos
Mirador de luz y sol poniente.
Sevilla de estrella y de relente
Te espero silente en los senderos

Añorando tus formas suaves
Tejiendo las auroras al ocaso
Esperando sin dar un solo paso
Atento a los vuelos de las aves

A la Gloria Candelarios,

Fiel a Sevilla, y que las cancelas
Que encierran la flor de tu hermosura
Desplieguen al uso de las velas
Toda luz que irradie tu blancura

 Y volver feliz a nuestro rito:
Salir disparao de las capillas
Y decirte a voces, con un grito
¡Que ganitas hay de ti, Sevilla!

Cien años y parece que fue ayer. Vaya si me acuerdo. Yo, tú Hermandad, tenía unas horas de vida y ya me veía en las calles con aquél en torno al cual me crearon: Jesús de la Salud. Qué diferente y que igual era todo. No dejaba de ser una Canastilla y un Palio. El Paso del Señor llevaba cuatro faroles iluminados por luz eléctrica con baterías. Y con eso anduvo hasta los 60. Y la Virgen que los dos primeros años salió bajo palio de malla era una imagen que había donado una feligresa y que hacía compañía al Señor, a la que a finales del XIX ya se conocía como Candelaria. Fue en 1924, la tercera salida, cuando se estrenó la imagen que talló Manuel Galiano, como os he contado al principio. Perdonadme que a veces me repita pero es que tengo cien años. Al poco, el Palio de malla fue sustituido por el de Juan Manuel Rodríguez Ojeda —cómo no—, en hilos de plata sobre terciopelo azul verdoso. Que ahí por cierto no me quiero meter, que unos lo veían azul y luego lo ven más verde y luego lo vuelven a ver azul y así llevamos desde los noventa. Y yo, centenaria, teniendo que aguantarlos a todos. (Bueno, Centenaria sí, pero aunque las hay más jóvenes que yo, no soy de las mayores ni mucho menos, que hay colegas mías por Sevilla que cuentan ya setecientos años. Que yo no sé que se habrán hecho, pero están estupendas) Eso, lo de verde y azul, por cierto, se evidenció en el manto que originalmente hiciera el taller de Eduardo Rodríguez. La imagen dolorosa fue retocada en su día por el primoroso trazo de Antonio Dubé de Luque, que hace tan poco nos dejó, y que adaptó a nuestro tiempo, y de qué manera, la obra de Galiano. Que la hizo con la mano. (No me puedo resistir, es superior a mi).

Antes me he puesto un poco dramática cuando he dicho que en ocasiones me he sentido zarandeada, incluso maltratada. También tengo derecho a acordarme. ¿A acordarme de qué?: Hombre, mujer, de que cuando ha habido tensiones las ha habido con todas las letras, que yo no sabía dónde meterme. Que menos mal que no soy la única, y otras Hermandades de Sevilla también han pasado sus hostilidades, pero es que aquí hubo veces que yo decía “se van a dar con el hisopo”. Cuando peor estaba la cosa, debo decirlo, siempre llegaba el bombero. Y el bombero no era otro que un hombre atado a una estirpe presente desde los primeros días de mi vida como Hermandad: la de los Ybarra. Cuando yo decía “verás tú como viene personalmente el Arzobispo y en mi nombre les da un ciriazo a unos cuantos”, antes de que llegara aparecía para serenar las cosas y arreglarlas uno de mis mejores hijos: Ramón Ybarra Llosent, que también está por ahí arriba, entre los palcos, partiéndose el pecho y echando una lágrima, sucesivamente. Ramón siempre estaba ahí, en primer tiempo de saludo cuando los suyos le necesitaban. Y cuando más levantiscas estaban las cosas, Ybarra sacaba el calmante y las cosas comenzaban a tranquilizarse. Y se ponía al frente una vez más. Era un polo de atracción dentro de mi seno, de la Hermandad. El pregonero que estáis escuchando, que yo lo recuerdo remolonear en torno a San Nicolás muchos años, con pinta de zangolotino escuchimizao, también vino de la mano de Ramón. Ramón Ybarra Llosent le daba serenidad a las tormentas, apaciguaba situaciones levantiscas y conseguía el imposible metafísico de que todo el mundo le quisiera. Pero ¡qué barbaridad!, Ramón, ¿me estás oyendo? Y ahora habla el pregonero: ¡cuánto te echamos en falta!. Tu gente te abraza allá donde te encuentras, que seguro es jugando a tenis en las pistas eternas del cielo antes de que vengas como cada año a tu cita permanente con la Luz. Aplaudan por favor.

Cosas que siguieron pasando. En el 73, en Sevilla, otras Hermandades estrenaron Hermanos Costaleros, empezando por los Estudiantes y su Cristo de la Buena Muerte. Yo lo hice al poco, en el 76, con gente joven que le echó corazón y valor, y que ha seguido dando el testigo a cuadrillas gobernadas por los mejores capataces que recordarse pueda. A la par, por iniciativa de Ramón Castro, nació el Pregón del Cofrade, y todos los jueves de Pasión veo llegar a nuestro templo a cofrades que quieren escuchar la buena nueva de la llegada del Señor a Jerusalén, a lomos de un borriquillo.

 Quién dijo aquello de…

 A la Gloria, Candelarios

Con un sol entre las manos
Y a lomos de un borriquillo
Por el Domingo de Ramos
Viene Dios hecho un chiquillo

Calla, me parece que fue el que está hablando. Por mucha Hermandad centenaria que sea es imposible acordarse de todo lo que se ha dicho en tantos pregones. Algunos ha habido que cuesta más recordarlos que otros, empezando por el del pavo este que está hablando, que también lo dio. Como me es imposible recordar la cantidad ingente de personas que pasó por la Catedral a ver el Palio de la Candelaria durante los seis meses que duró la exposición Magna Hispalensis. Nos acompañaba el Cristo de las Misericordias de Santa Cruz, nuestros queridos vecinos de barrio y de día.

Cada uno de los apellidos que han formado la nómina de hermanos y nazarenos han sido trascendentales. Cada uno en la sencillez de su aporte, en su sola presencia, en su solidaridad cofrade. Pero entiendo, como Hermandad, que hay nombres que van íntimamente ligados a mí. Además de los Ybarra, los Charlo o los Líger han sido familias enteras al servicio de todos. Y los Roca, y los hermanos Alés, y troncos familiares que se han dado el relevo al servicio de la causa, de que esta humilde Hermandad del Centro, hermandad de barrio, tuviera un mecanismo de funcionamiento. Y me resulta imprescindible acordarme de los Cuadro, de las hermanas Chico Vázquez -nuestra inolvidable Quica- y Luque, y Tejada, y Zorrilla, y Vítor, y Martin Carlos, y Teodoro Falcón, Y Fátima y Aurora y Arcadio y Valiente, tantos otros nombres que no tengo tiempo de nombrar y que para mí supervivencia han sido imprescindibles: priostes, mayordomos, camareras, Hermanos Mayores, miembros de Juntas y Juntas… y miembros llegados del más allá, o sea, de fuera de La Ronda y que eligieron ser candelarios pudiendo haber sido hermanos de cualquier luminaria.

Pienso, por ejemplo, en Perico Chicote, Pedro a efectos cristianos, madrileño del foro, rey de la barra de la Gran Vía, bareman desde joven, tesorero de botellas y amigos, que recibía en su barra a Reyes y a plebeyos, a políticos de todo signo, escritores, intelectuales, golfos y golfas, actores, futbolistas, en unos tiempos en los que los más famosos podían salir a los bares y volver anónimos, por muchas volteretas que dieran. Chicote puso color al Madrid de la posguerra, en cuyo bar se daban cita estraperlistas e inspectores. Desde los años 30 no faltó nunca a su cita del Martes Santo, cuando prometió que lo haría si su madre lograba salir del Madrid republicano, saliendo siempre en el mismo puesto hasta el año 71, cuando su salud ya no like permitió bajar a Sevilla. Y de su mano trajo al maestro Jacinto Guerrero, que compuso una meritoria marcha para el palio, y al Real Madrid de Lusarreta y Calderón. Con Chicote, parece que lo estoy viendo, venía la elegancia del mejor señorío picaresco de su tiempo y también, como no, toa la crema de la intelectualidad. De Chicote se decía que tenía una extraordinaria memoria visual, y que era capaz de conocer, incluso, a un nazareno a unos cuantos metros de distancia. Cosa que no es tan difícil si el nazareno es como un viejo amigo trianero que siempre gusta de decir que el no se viste, a él lo tapizan, y que cuando llevaba su túnica confeccionada con todos los restos de telas de Peyré, con un capirote que acababa con el cartón de Sevilla, la saludabas por su nombre y siempre se extrañaba de que le hubieras reconocido.

Cuando llego a estas cosas me acuerdo mucho de un viejo amigo del que os está hablando y que era Gregorio Conejo, un gran devoto de la Virgen de la Candelaria que se nos fue después de un triste tránsito por el olvido y los infiernos. Con Gregorio, directivo y relaciones públicas para los medios del Glorioso Real Betis Balompié, el aquí presente vivió la Sevilla cofrade y rociera desde su balcón en el Arco del Postigo y las mañanas de Domingo yendo a ver el Resucitado a su soledad en la Campana y asombrarse con la Virgen de la Aurora en su desafío a los primeros rayos de sol en la Puerta de los Palos de la Catedral. Gregorio era la gracia reconcentrada. Bromeaba siempre con su perímetro craneal, notablemente dotado, que le hizo decirle a Paco Gandía una tarde que no dejó de mirarle fijamente: “Gregorio, como a ti se te olvide algo es pa matarte”. Tenía una habilidad especial para estar en todas partes y en ser recibido con cariño por todos. Siempre aparecía en las fotos que se publicaban en Sevilla: unos cuantos protagonistas de un acto, cualquiera, y en una esquina, siempre, Gregorio Conejo. Tanto que se dijo que la empresa Kodak ya vendía en Sevilla los negativos con la figura de Gregorio en la esquina izquierda, para que no faltara en boda alguna. El Maestro Burgos difundió la especie de que la misma empresa Kodak estaba seriamente preocupada por su salud porque en los últimos mil carretes revelados en Sevilla no aparecía Gregorio por ninguna parte. ¿Tan malo estaba?

El Cardenal Amigo Vallejo, Fray Carlos para todos, decía que Dios estaba en todas partes, pero que Gregorio había estado antes y se había hecho una foto. Se contaba en Sevilla el chiste de Jesucristo yendo a encargar la Última Cena y diciéndole al posadero: seremos 14, mis doce apóstoles y yo. A lo que el posadero repuso: hombre a ver, eso son trece. A lo que contestó Jesús: sí, pero seguro que a los postres viene Gregorio Conejo para salir en el cuadro de Leonardo. Al primer figurón que pillara por banda de visita en Sevilla le hacía socio del Betis, fuera Julio Iglesias o doña María la abuela del actual Rey. No consta que pudiera hacer socio al Papa Juan Pablo II en su segunda visita a Sevilla, pero ya se encargó de colocar una enooorme pancarta en la fachada del estadio que rezaba: “El Betis con el PAPA” y que fue la delicia de toda la ciudad. Cuántos años Gregorio querido viendo salir la Cofradía en la puerta del Bar Las Nieves. Cuántos años, Gregorio, restarás en nuestro corazón.

Y están los que viven la Semana Santa desde dentro de una Hermandad, dando su tiempo, sus tardes, sus madrugadas, para que todo resulte perfecto. No necesariamente forman parte del cuadro de honor de las Juntas de Gobierno, pero sin ellos y ellas difícilmente estaría todo dispuesto para alcanzar una Cofradía la calle. Esa gente en la Hermandad tiene nombre propio. Es Vito, es Joaquín Cazorla, es Salvador Reina… y ha sido siempre Luiqui. El infatigable Luiqui. El Luiqui cuñado del sacristán, que vivía con su hermana en el patio. Estaba todo el día en la Iglesia de San Nicolás, de la que solo se desvinculó un poco cuando su esposa enfermó. Cuando ella falleció, Luiqui volvió, y llevó el libro de Reglas en procesión cerca de veinticinco años. Lo fue casi todo en la priostía de la Hermandad.

Este ha sido un año difícil para todos, cuánto más para aquellos hermanos de edad avanzada que encontraron en esta mi casa, entre los muros de San Nicolás, compañía, actividad, quehaceres, sentido a las largas horas de las tardes. Los cultos de este año fueron muy intensamente vividos por todos, especialmente por el viejo Luiqui, que ayudó a montar los espectaculares altares que se montaron aquellos días que eran pero que no eran del todo. EL pasado 28 de mayo el grupo de priostía estaba montando el altar para el Triduo sacramental previo a la Función del Centenario. Luiqui fundió los dos últimos ciriales, ayudó a colocar el cuadro en el altar y se fue a su casa con Marian y Pacorro. Nada hacía presagiar nada. A mediodía, su hijo le puso el café después de comer y le preguntó si quería algún dulce, a lo que Luiqui dijo que sí. Cuando volvió con las galletas Luiqui ya se había ido a los brazos de su Virgen. Aquello fue un duro golpe para todos. Nadie se lo podía creer. A la semana siguiente, montando definitivamente el altar, todos sintieron el arañazo de la ausencia de aquella figura menuda y sonriente que siempre fue Luiqui, de civil José Luis Vargas Cala. Los priostes decidieron no cambiar los ciriales que él había fundido y a última hora del día 5 de junio, Marian, Carlos, Esteban y Luis colocaron bajo la peana del Señor la bata que él vestía siempre para trabajar. También, por los andurriales del teatro corretea la figura acogedora de un hombre bueno que ahora le habla de tú a tú al mismísimo Dios, al que seguro le ha arreglado su camarín dorado mientras va convenciéndole para que haga lo que pueda por ayudar a su Betis de su alma. Entre él y Gregorio no le queda ná al Altísimo: Vamos a ver Dios mío si yo con un par de penaltis me conformo. Parece que los esté viendo. Abuelo de todos, Luiqui también en nuestro corazón.

El cardenal Spínola, ya beato para la Iglesia, dejó dicho algo trascendental. Hay quienes viven la Semana Santa y quienes simplemente la contemplan, como si fuera solo un espectáculo. La Semana Santa, decía, es el templo que sale a la calle a buscar a los que no van al templo. Y a tenor de la explosión de religiosidad popular que se vive en las calles de Sevilla, en buena medida lo consigue.

Una muestra de ello está a punto de suceder con la salida extraordinaria del Gran Poder, llevado en Andas en labor evangelizadora a los Tres Barrios, barrios donde algunos creen que el único saqueo posible es el de las ciénagas o donde la vida ha desbordado el dolor de los asedios. Muchos hablan y jamás los han pisado, como va a hacer el Señor.

Son las acres cosas de la vida: asignamos a territorios que no conocemos un panorama desolador, sin que las penumbras nos desmientan.

Saldrá el Gran Poder con su luz burlando la mañana; mañana de esos días en los que la Fe planea su fuga por encima de las espadañas. Saldrá Él de San Lorenzo flotando entre las arterias de los años y saldremos nosotros en su busca como hemos hecho tantas madrugadas.

Aunque, bien pensado, ¿quién sale en busca de quién? ¿No será que el Señor sale en busca de nosotros, como decía el Spínola, durante tres días de evangelización con ese tembloroso sol crucificado de octubre? Durante las tres semanas de Dios por los barrios oiremos latir ese músculo oscuro, milenario de toros en penumbra, que llamamos corazón. Serenidad de Dios después de los tenaces manotazos de ceniza. Verdad de los versos del poeta:

Silencio de la sangre
Con un lirio español,
Yo creía en la muerte
Cuando te veo, no.

Ahí sigues, Señor, arañando los siglos.

Las tormentosas heridas de los años, inevitables como las palomas veloces que columpian los relojes, llevaron a Blanca a guarecerse en tu costado. Cuando muere una madre tiembla el mundo, y se desgaja una rama silenciosa en los brazos de Dios, siempre en espera. De las manos de las madres, de las cicatrices de hermosura de sus dedos, nacía la miel de las meriendas. Junto a la risa con que mi padre remendaba sus naufragios, las naves de la memoria vienen a estrellarse en los desfiladeros de mi sombra.

Gran Poder, eres el punto del pecho en el que se nos fundó Sevilla.

Hablamos de una dimensión que puede parecerle extraña a viajeros o veraneantes despistados. No a los buenos amantes de Sevilla que vienen en Semana Santa precisamente cautivados por su dimensión espiritual. Sí a aquellos que aterrizan por aquí sin saber muy bien de qué van los días de gloria cofrade en la ciudad. Se comprende, por otra parte, que algunos no alcancen a dimensionar las cosas. Un amigo de una ciudad norteña se sorprendía de que los nazarenos no parasen en los semáforos en rojo. Como sí ocurría en su ciudad. Claro, eran unos pocos empujando a un Cristo sobre ruedas al que, cuando llovía, le ponían una gabardina. El Paso esperaba a que el semáforo estuviera verde y seguía su rodar por el casco viejo, ante el arrobo de los suyos.

Sevilla se toma muy en serio algunas cosas. Y la Semana Santa es una de ellas. Cualquier detalle con poca sincronía, que puede pasar desapercibido a los ojos de un neófito, es motivo de sesudos debates a colmillo sacao durante semanas y meses después de haber recogido al Resucitado. Líbrenos el Señor a cualquiera de nosotros de la ira cofradiera, que no tiene ningún tipo de piedad. La retrató muy bien mi inolvidado Antonio Garmendia, cronista sevillano lleno de gracia a pesar del malage que algunos querían ver en él y que él, todo hay que decirlo, cultivaba con picardía. Antonio, con sus largas barbas, tenía cara de anuncio de vino moscatel, como él mismo decía, y era de una bondad incuestionable. Y muy llorón. Era difícil no verle llorar a mares ante El Paso de una cofradía que le emocionara, que eran casi todas. Siempre gustaba de decirme: “Carlos, sobrino, que bien de mal me lo estoy pasando”. En un viaje que hicimos a Manhattan, viéndole observar los interminables rascacielos de la ciudad, uno tras otro, de arriba a abajo, le pregunté por la reflexión que seguro estaba haciendo. Apostilló lapidario: “Sobrino, que difícil es cantar una saeta en Nueva York”. Cuando se le preguntaba por lo mejor de aquella ciudad siempre decía: “Lo mejor de Nueva York es volver a Sevilla”.

A esta Sevilla de viejas y nuevas saetas. De los que mecen a los pasos y de otros que parece les abronquen.

Míralo por donde viene
Clavaíto en el madero.
La frente con sangre tiene
Por salvar al mundo entero.
Pero el mundo no lo quiere.

Nuñez de Herrera decía que, en Sevilla, la muerte no es más que una obra de arte. El dolor a hombros. El dolor en marcha. En las manos azucenas, en sus ojos un desastre presentido, en los labios amapolas, en el talle un clamor de músicas y un arrebato de cornetas y tambores cruzando los jardines. Un diluvio universal de pétalos al entrar en Cano y Cueto.

Estrellas como zafiros resplandecientes se asoman por Santa María la Blanca para celebrar la bienvenida al barrio. La luna se despeina atravesada de saetas, las espadañas y campanas resucitan. Doncellas y Archeros se quedan atrás antes de asomarnos al joyel en el que Murillo celebró la construcción de Santa María la Mayor de Roma, la primera iglesia levantada en honor de la Virgen Madre. ¡Ay Murillo!! Ese retratista de La Inmaculada Virgen, fotógrafo sin caballito de cartón en los jardines de su mismo nombre.

La multitud se apelotona. No pararse, que ya estamos en el callejón de Dos Hermanas, y a la altura de Fabiola y el Palacio de Altamira. Viene Farnesio, los que llegaron de Parma para levantar un imperio en España. Justo en frente, el portón cegado de San José. Y luego Levíes, la de los afanados devotos de Judea y las viejas sinagogas, remembranzas de Mañara y de Bartolomé el Apóstol, patrón de curtidores y modistas, al que los herejes arrancaron la piel a tiras.

Y ya no hay más que una despedida palpitante hasta llegar al caramelo dulce de la vuelta, en el eje del mundo, en el centro de esa estrella brillante del cruce de calles y caminos. Aún nos queda el último paseo frente al muro del convento de Madre De Dios, donde se alojó la reina Isabel de Castilla, donde reposan los huesos cansados de la esposa de Hernán Cortés, los de la hija de Murillo y tres bisnietas de Cristóbal Colón cuando se van a cumplir quinientos años de la conquista de la Nueva España.

Y aquí, en la calle, la Vieja España, la de la tradición fecunda y el espíritu de un pueblo con el pecho encaramado y la garganta atascada de emociones entre los naranjos que ocultan las casas señoriales. España en mi voz como un amor sereno y sordo. España como lamento y como voz de júbilo. España terca ensimismada, España en el sueño de sus hijos, España ligera de equipaje en los versos del poeta. Siempre España como madre con mil lunas atadas a la sangre. Digo España y digo Madre, digo tu nombre maltratado y digo amor sin disimulo.

Sic transit gloria mundi. Así pasa la gloria del mundo.

Y al pasar otros cien años…

Estarás,

En el surco de la zapatilla,
enredá en el respiradero
En un zanco, una canastilla,
O en la caída sencilla
¿De tu faldón delantero?

Estarás, Madre

En la callada bocina
O en la modesta alpaca,
O en la corneta que trina
Por esa varilla flaca
¿Que se vuelve concertina?

Estarás en las mecidas,
En tardes y amanecidas
Hasta que la noche acabe
¿Toda deshecha en llanto?
¡Que por San José tampoco cabe
¡La Reina del martes Santo!

Estarás,

Al arrullo de las cosas,
Senderos, pasos cautivos,
Aire de una bambalina,
Camino de grava y rosas
¿De un suspiro y su motivo?

 Vencejo que vuela y rima
Vieja la voz del capataz
Cansancio de un nazareno.
Parsimonia de la cera
Que se deshace incapaz
Ante el presagio moreno
¿De saberse en tus afueras?

En cada lazo de mi esparto
La vara del pertiguero
En los suspiros que reparto
¿Si llorar quiero o no quiero?

Estarás,
En las piezas de un adorno
Abrazo de manigueta,
En las flores de un exorno

En cada palabra quieta
En tu seno y tu contorno
En los rezos de un poeta
¿Y en el aire de tu entorno?

Estarás al filo del abismo
Cuando un mal viento no quiera
Dejarme seguir siendo el mismo
¿Y no la sombra de un cualquiera?

Estarás Madre al volver a casa
Si me ronda y acaso me embiste
El negro toro que escarba y pasa
¿Al reclamo de una noche triste?

 Estarás cuando muerda el olvido
El costado seco de la vida
Y yo me entregue solo y rendido
¿Por tristeza de la luz perdida?

Estará tu corona reinando
Sola en arrabales y espesuras
Donde todo Diablo, ordeno y mando
¿Se disputa la gloria y las basuras?

Estarás en la capilla y templo
Al cerrar sus puertas San Nicolás,
En la soledad y en el ejemplo
¿Que respira sereno tu compás?

Estarás al darse la pelea
Que disputan los miedos y el credo
Sea la inclemencia la que sea
¿Y venza el quiero en lugar del puedo?

Estarás cuando muera la tarde
Y cae el viejo telón del cielo
Que se desvanece y ya no arde
¿Como cera en un volcán de hielo?

Estarás en las horas de angustia
Las de soledad que araña y muerde
Haciendo de los días una mustia
¿Lucha que mi vida siempre pierde?

Estará Candelaria tu risa
De ese vino antiguo que consigue
Que yo olvide el pasado con prisa
¿Buscando el arrullo que me abrigue?

Estarás allí al nacer la aurora
¿Cuándo anuncie el río su crecida?
Estarás como si fuera ahora
¿Regando orillas de vida en vida?

Estarás al cabo de días tercos
Cuando se hacen años los instantes
En que creyendo irme yo me acerco
¿Al limpio amor de tu semblante?

Estarás si al fin en los desvanes
Mi cruzan hormigueros de fiebre
Sed de luz y matambre de panes
¿Triste soledad de aquel pesebre?

Estarás por soles y cosechas
Al cabo del azúcar y el salitre
Remolcando horas y sus fechas
¿Y acallando el ronquido de los buitres?

¿Estarás allí al caer el día?
¿Estarán tus ojos si regreso?
¿Estarán tus lágrimas tendías
A la espera ansiosa de mi beso?

Estarás madre sin que importe
Ni la hora ni el después ni el antes
Desmigando cuentos que conforten
¿Y acaricien mis sueños vacilantes?

Estarás, fulgor de los espejos
Devolviendo luz a la condena
De buscar a ciegas azulejos
¿Con el nombre escrito de mi pena?

 Estarás cuando la luz a tropezones
¿Dibuje el día con risa franca?
¿Estarán arrullándome tus sones?
¿Estaréis ahí, Candelaria y Blanca?

 He dicho

Muchas gracias.