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16 de marzo de 2007

Dos vidas, dos procesos


A la par que moría Inmaculada al poco de ser desconectada de un respirador en una clínica andaluza, el recluso Ignacio de Juana saboreaba el tercer caldo de pollo del día en su habitación de un hospital donostiarra. En la vida y la muerte de ambos ha participado de forma directa el Estado Español a través de sendas decisiones de las que debemos preguntarnos acerca de sus extremos más contradictorios.

El presidente del Gobierno, en declaraciones a este columnista en Onda Cero, aseguró que la decisión que tomó personalmente de permitir el cambio de grado penitenciario del criminal estuvo motivada, fundamentalmente, por el deber de preservar la vida que todo estado tiene ante el peligro de perderla cualquiera de sus ciudadanos, desde el más ilustre hasta el más villano. La objeción era sencilla: ¿por qué se preserva la de un asesino que pretende ventajas mediante un chantaje descarado y se facilita, en cambio, el fallecimiento de una enferma que así lo solicitaba repetidamente? ¿Son diferentes a los ojos del interés político ambas vidas? Está claro que sí. La vida del pistolero pone en peligro el provecho político de un gobierno concreto que utiliza discrecionalmente su poder en beneficio no tanto del reo como de su interés electoral. Al villano hay que salvarle de sí mismo, aunque haya manifestado repetidamente que desea morirse en caso de no conseguir su objetivo.

Inmovilizados ambos en sendas camas de hospital, Inmaculada cuestiona su nula capacidad de movimientos para aprovechar la vida, decidiendo finalmente acabar con la misma mediante el recurso al abandono de la terapia que le venía permitiendo respirar. En ese caso, el Estado no atiende al precepto, al parecer sagrado, al que apela el presidente de su Gobierno: en decisión aparentemente respetuosa, opta por desconectar a Inmaculada y permitirle satisfacer su trágico deseo de morir. Efectivamente, ésta fallece a las pocas horas de prescindir de su respirador artificial. Se hace un respetuoso silencio y rápidamente se mira para otro lado.

No seré yo quien culpe a nadie de haber desenchufado una máquina que mantenía a una vida descontenta; con las mismas también afirmo que jamás hubiese sido mi mano la que la desconectara. Sí señalo el poco valor político de esa vida para los mismos que son capaces de ofender a víctimas y no víctimas liberando al psicópata. La muerte de ese psicópata podía acarrearle al Gobierno el disgusto de una irrupción violenta de la banda de forajidos a la que pertenece; quién sabe si, además, el gesto generoso de las autoridades espera una contrapartida indudablemente beneficiosa para sus intereses -con sus correspondientes consecuencias para la generalidad de los ciudadanos, que no seré yo quien niegue-. La mala fortuna ha querido que ambos procesos coincidan en el tiempo y que se presenten ante la autoridad como distintas formas de observar las obligaciones de la vida.

De haber esgrimido otra justificación para hacer comprensible la intervención del Gobierno, poco habría que decir más allá de la crítica severa por la indecencia o no de la medida, pero al haber apelado teatralmente al deber casi providencial de velar por el bien de los cuerpos y las almas de sus súbditos, la autoridad se ha visto retratada ante sus contradicciones. Hay que salvar al soldado Ignacio. O mejor: hemos de salvarnos del soldado Ignacio. Sin embargo, hay que salvar a Inmaculada de su propia vida proporcionándole la muerte, que es lo que ella desea.

Mal asunto, utilizar argumentos humanitarios y éticos para explicar movimientos estratégicos en el tablero de espurios intereses políticos: déjense de zarandajas y de bobadas tan falsas como el estómago metido del huelguista y háblenle a la ciudadanía como si ésta fuese mayor de edad. Reconozcan la trascendencia táctica de su medida y no apelen a conciencias intermitentes, ahora sí salvo una vi


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