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26 de enero de 2007

Lo siento, chicos


Lo siento, sí, pero no podía ser de otra manera. ¿Alguien en su sano juicio podía albergar esperanzas de que a este pájaro se le dejase libre por chantajear al Estado con una huelga de hambre? Tamaña barbaridad sólo cabe en cabezas políticas desestructuradas, en la de Pachi -lo siento, Pachi- o en la de Chaves -lo siento, Chaves- o en la del editorialista del diario gubernamental, ese que ayer tuvo sus santos cojones de titular diciendo que nueve magistrados se «rebelaban» para «impedir» la libertad de Iñaki de Juana -¡qué malvados esos jueces que se conjuran para evitar la liberación de un pobre hombre enfermo!-; lo siento por estas cabezas convertidas en valedoras de la causa de uno de los más grandes asesinos de la historia de España, pero espero que la vergüenza, si les queda, les obligue a taparse durante unos días y a esconder sus pobres argumentos políticos en esas jornadas venideras en las que habría que pedir explicaciones a aquellos que han dado la cara por semejante individuo.

Si la Audiencia Nacional hubiese concedido alguna medida compensatoria al etarra más significativo por el hecho de haberse apuntado voluntariamente a la autodestrucción, hoy estaríamos a las puertas de una auténtica rebelión en las cárceles y fuera de ellas: en las cárceles porque brindaríamos la llave perfecta para que cualquier asalariado del crimen abriese las puertas de su particular enrejado, y fuera de ellas porque millones de personas dignas y cabales entrarían en la más absoluta de las indignaciones a cuenta de una medida injusta y ofensiva. Lo siento por aquellos que han retorcido el argumentario hasta lo imposible, lo siento por los que esperaban la complicidad de los jueces, lo siento por los alborotadores que hoy reventarán cajeros, lo siento por los amigos políticos de ETA, lo siento por los entusiastas del «proceso» y lo siento también por él, porque esta decisión le puede encaminar tercamente hacia su propia destrucción. Déjenme que me ponga exquisito y formal, tal vez sereno y justo: a nadie hay que desearle la muerte y yo seré el último en deseársela a De Juana, pero la suya es una decadencia física buscada a propósito para lograr por vía indirecta lo que no se merece por vía directa. Es una eutanasia política, y todos aquellos que defienden el derecho a decidir su propia muerte deberían estar hoy con el que tiene este hombre para condenarse a la desaparición. Si la Audiencia, repito, hubiese concedido algún beneficio penitenciario al asesino de hombres, mujeres y niños, hoy estaríamos los ciudadanos mucho más desprotegidos: ¿qué hubiera ocurrido en el caso de que se le hubiera otorgado una prisión atenuada, un tercer grado o una libertad condicional? ¿se lo han preguntado? Me atrevo a aventurar algunos escenarios: De Juana hubiese vencido, hubiese salido del hospital entre muestras de euforia por su victoria, hubiese vuelto a comer chuletones y, una vez recuperado, difícilmente hubiese ingresado de nuevo en prisión. El fiscal a las órdenes del Gobierno no lo hubiese solicitado y el juez no lo hubiese ordenado. Así tendríamos a un hombre «que está en el proceso» campando por las Herriko tabernas y celebrando las muertes que no pudo celebrar en prisión por no habérsele suministrado el champán que solicitó.

En nombre de los tres hijos de Alberto Jiménez Becerril y Ascensión García Ortiz, esos de los que se ha olvidado el presidente Chaves cuando ha solicitado la libertad para De Juana, celebro vivir en un país al que todavía le queda dignidad para impedir un escarnio como ese: cuando murieron asesinados, ahora hace ocho años, el concejal sevillano y su esposa, el hambriento De Juana aseguró estar alimentado durante un mes sólo con ver la cara de dolor de esos tres chiquillos. ¿Se acuerdan? Si ellos no, yo sí, con lo que espero serenamente que aquél alimento que invocó le sirva en este momento a semejante canalla para paliar el hambre que ahora mismo deba sentir, el hambre que él voluntariamente ha elegido, el hambre que intenta paliarle con sueros el Estado que siempre ha querido destruir.

Lo siento chicos, lo siento. Otro día será, pero por esta vez, ha prevalecido el sentido común. Y algo menos común: la dignidad.
 


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