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15 de septiembre de 2006

¿Por qué riñe tanto esta señora?


 

NO me fío de las teatralidades excesivas. Vamos, ni yo ni nadie. El problema, ya lo sé, estriba en saber cuándo una puesta en escena es producto de una exagerada teatralidad y cuándo no, pero los kilómetros de observación que marca nuestro contador ya nos dan para saber cuándo alguien está actuando con sinceridad gestual o cuándo está retorciendo en demasía ese gesto para tratar de representar un cuento que no se corresponde con la realidad. A María Teresa Fernández de la Vega, a quien todo el que se asoma a unas líneas le atribuye generosamente todo tipo de virtudes relacionadas con la perseverancia y la formalidad, le viene asomando de unas semanas acá el genio irreprimible de quien ya no puede disimular más su condición de cascarrabias. Se da una costumbre en los políticos encargados de hacer visibles las decisiones colectivas que consiste en acentuar la firmeza con la que, intuyen, la calle reclama determinadas decisiones. Así, si detectan que la ciudadanía no traga una irregularidad más en el asalto fronterizo de los inmigrantes irregulares, por ejemplo, el responsable de turno comparecerá para hacer suya esa indignación e intentar colar la imagen de hombre o mujer igualmente preocupado, acentuando el énfasis. Después de haber organizado desde el Gobierno un efecto llamada semejante al de una trompeta tocada desde la orilla dando la salida a los que permanecen en la otra, al Gobierno le ha entrado un torrente nervioso por el canal de la conducta y ha decidido presentarse ante la sociedad como todo lo contrario a lo que se presentaba como partido unos pocos años atrás, cuando corrían prestos a socorrer a los inmigrantes encadenados de la plaza de Cataluña de Barcelona al grito de ¡Papeles Para Todos! Entonces creían que era eso lo que reclamaba la sociedad «progresista», ésa para la que ahora gobiernan en exclusiva; ahora, viendo que se desbordan todos los receptáculos de bondad y generosidad acogedora de la sociedad española, perpleja ante el asalto y la inoperancia vigilante del Gobierno, le toca a la vicepresidenta fruncir el ceño y aparentar una firmeza para con los pretendientes a inmigrante regular que no le pega. Ahí viene la teatralidad. Ahí viene eso de «todo aquel que entre de manera irregular en España, tendrá que irse ¡¡de España!!». No se lo cree ni ella. Han olido inquietud y corren a asemejarse al votante, y no acaba de colar. Todo ese aparato de contundencia sobreactuada evidencia que nos encontramos ante un gabinete de gestos, de mímica, de artificio expresivo, de muecas sobreactuadas. Mucha postura, pero Senegal se ríe de nosotros.


Por demás, la cortedad de la derecha española, tan acomplejada y boborrona, hace que cuando quiere ser igual se le note demasiado. No se manejan igual de bien en la demagogia. No porque no quieran, sino porque no saben. Con el tiempo aprenderán. La vicepresidenta, mientras tanto, dispara su nervio de reñir e imparte normas de conducta desde supuestas indignaciones repentinas. ¿Por qué chilla tanto últimamente? ¿Por qué adopta ese aire de superioridad moral? ¿Por qué insiste en transmitir la idea de que nos está perdonando la vida a los mortales que no pertenecemos a la secta? En reciente comparecencia parlamentaria volvió a utilizar esa fórmula tan de gusto del Gobierno de la nación consistente en advertir qué es lo tolerable y qué no: «¡No se lo tolero!», le contestaba voz en grito anteayer a Zaplana a cuenta de una invectiva corriente de la oposición del tipo «ustedes son unos incompetentes». Y la pregunta: ¿quién es nadie para «tolerar» a un contrario una opinión? Quien se arroga el derecho a tolerar algo, piensa, en el fondo, que los demás ejercen sus derechos gracias a su infinita merced. Tolero que usted opine. Pero, ¡ojo!, porque puedo no tolerarlo y se acaba el cuento. ¿Usted con quién se cree que está hablando?
 

Puro teatro. A través del cual se les ve la patita.

 


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