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16 de junio de 2006

Euforia o eufuria


Me parto, me parto. El consabido pendulazo español ha vuelto a manifestarse como consecuencia de la inapelable victoria de la selección española de fútbol sobre la débil Ucrania de Shevchenko y compañía. Nada que objetar a la alegría de una afición poco acostumbrada a los recitales futbolísticos de sus muchachos, pero, sin deseo de ser aguafiestas, son bastantes los que aconsejan enfriar el balón y devolver a la tierra los sueños de grandeza. No es ésta, con todo, la reflexión que propongo en estas líneas: los comentaristas de las páginas de fútbol sabrán ajustar los juicios deportivos mejor que un servidor. Me paro a observar las reacciones contempladas horas después de la victoria de un equipo de hombres afortunados y sorprendentemente entusiastas -condiciones ambas poco habituales en el seleccionado español desde los tiempos del desaparecido Zarra- frente a un conjunto que parecía superior a lo que demostró ser. Las banderas españolas, condenadas permanentemente al olor a alcanfor con el que se guardan en armarios vergonzantes, inundaron las calles del país en un poco disimulado ejercicio de posibilismo: ahora que podemos sacarlas sin levantar sospechas, vamos con ellas, parecían decir los cientos de miles de aficionados que las lucieron en diversos escenarios. En la misma plaza de Colón en la que se discutió con argumentos canallas el izado de una enseña nacional cuando gobernaba la maldita derechona, brotaron sin tregua miles de banderas patrias. En esta ocasión, al hipersensible ministro Caldera no le pareció una afrenta a los españoles que no tienen por suya a la roja y gualda. O, al menos, no lo dijo. Sería que lo organizaba la televisión de Prisa, que hizo, todo sea dicho, una espléndida transmisión en la persona del extraordinario Carlos Martínez -me sobra el tonto inútil de Maradona, pero eso no lo decido yo- y que desplegó un apoyo escénico intachable (enhorabuena, Gavela, ya te dije que tu mano se notaría antes o después); tanto, que este lunes va a participar un servidor en el partido contra Túnez previa suspensión de una cena que tengo con mi consejero delegado. Entiéndelo, Mauricio, en esta España que tú conoces bien, no pasa esto todos los días. Banderas por aquí, banderas por allá. Y la contrariedad poco disimulada en los profesionales del desapego: la respuesta de Carod-Rovira fue imaginativa cuando aseguró que su favorito es Polonia, ya que a los catalanes les llaman así, polacos, en algunas partes de España. Es que me troncho. No tiene nada de extraño en un señor que apostó decididamente por cualquier otra candidatura que no fuera Madrid a la organización de unos Juegos Olímpicos. El tonto profesional de Tardá dijo no haber visto el partido por haberse confundido de hora. Ja. Y Artur Mas ejerció el deporte de moda entre la clase política catalana, el «sí, pero» -ya saben, «condenamos el acoso contra el PP, pero ellos se lo han buscado»-, evidenciado en su respuesta: «Ya que no puede jugar Cataluña, qué le voy a hacer, voy con España». A veces cuesta mucho disimular la contrariedad. El diario de ETA, «Gara», escribió una crónica desde el punto de vista ucraniano, lamentando su debilidad y su poco acierto en el campo. Es que me descojorcio. Y a esta hora todavía no ha escrito nada en su blog mi admirado Iñaki Anasagasti, pero estoy esperando de un momento a otro un lamento parecido al que emitió cuando España ganó la Copa Davis y proliferaron banderas españolas en la cancha tenística. Menuda afrenta a su sensibilidad.

Mientras tanto, los aficionados españoles que se tienen por tales, andan mostrando su euforia. Da igual, que disfruten mientras puedan. Ya lo escribía la crónica de un diario vasco: «más dura será la caída».

Tranquilos: no es pecado que de la euforia se pase, momentáneamente, a la «eufuria», aunque a algunos les escueza.


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