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10 de febrero de 2006

La losa de la vergüenza


Ignoro qué pasa por la cabeza de un hombre que mata a ochenta y dos personas de forma sistemática, alevosa, calculada. También desconozco lo que experimenta ese mismo hombre cuando es capturado por la autoridad y encerrado en una prisión durante más de quince años. Qué reflexiona, qué siente, qué espera, qué desespera. Lo ignoro todo y creo que debería interesarme en saberlo. Sí sé, en cambio, qué pasa por la cabeza de alguien que sabe que va a morir o por la de alguien que ha visto morir a una persona querida como consecuencia de un acto terrorista.

Lo sé, lo sé. He visto a enjutas madres de pelo blanco, vestidas de negro, abrazadas a un féretro como si lo estuvieran a su propio útero mientras derramaban lágrimas de desesperación sobre la madera casi clandestina. He visto a esposas embarazadas desvanecerse frente a nichos a medio cerrar a la par que un golpeteo del cemento sobre la losa simbolizaba el adiós definitivo. He visto la mirada extraviada de huérfanos aturdidos por la noticia reciente de haber perdido a sus padres como consecuencia de una sobrecarga de plomo asesino en el cuerpo. He visto a hombres como torreones, capaces de derribar una pared de una mascá, derrumbados sobre la sola soledad de una despedida final. He visto a generales llorar a sus soldados, a soldados llorar a sus generales, a novias desesperadas en pleno grito, a ancianos de hondo surco secarse el llanto con una bocamanga. He visto el rostro perplejo del narcotizado por el dolor inasumible. He visto el apagón definitivo en los ojos de aquél al que le han arrebatado la vida y en los de aquél otro al que le han arrebatado un ser querido.

Los he visto en el norte y en el sur. Los he visto salir a media asta, asustados, encogidos, por la puerta de atrás de una iglesia de pueblo entre las miradas de indiferencia de los lugareños y los gestos de prisa del mismo cura. Los he visto llegar a su pueblo a recibir el último abrazo de tierra entre toques de silencio y sollozos teñidos de rabia y encontrarse con la noticia de que ya no son los últimos en el listado de muertos. Los he visto renquear sobreponiéndose a una mano amputada, a una pierna coja, a una espalda rota.

Y a ninguno de ellos, a los muertos, a sus vivos, a los hijos, a las madres, a los padres, a las novias, a los tullidos, les he sorprendido nunca en un pronto vengativo, en un gesto amenazante, en un arranque irracional o planificado para ajustar las cuentas con sus matadores. Nunca. Ellos, al fin, han confiado en que el Estado de Derecho en el que viven tomara la iniciativa de justicia y sometiera a los culpables al castigo merecido por los crímenes cometidos.

Quiero decir que no estoy en la cabeza de Henri Parot ni en la de muchos de los asesinos que toman la sombra fría de las cárceles, pero sí lo estoy en la de los que han engrosado la lista de los muertos. Y esos muertos sobre los que se desmerengaron los corazones de las madres de negro no merecen que el Estado les mancille la memoria y que recorra con prisa los pasillos de la ignominia. No merecen, en suma, que un grupo iluminado de fiscales serviles a su jefe y, a su vez, serviles a un gobierno desmemoriado y excesivamente partidario del aplauso fácil, despachen a su asesino con unos cuantos años en prisión. El asesino de ochenta y dos hombres, mujeres y niños no puede ser liberado gratuitamente a cuenta de una tregua que puede llegar o puede no llegar. No es decente. No es moral. No hay derecho.

En el nombre de los muertos, de los vivos de los muertos, no lo hagan. Caerá sobre ustedes la insoportable losa de la vergüenza.

 


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