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27 de mayo de 2005

No en mi nombre


Como señalaba acertadamente en estas páginas Mikel Buesa, el gobierno de Rodríguez va a tener dos problemas de distinta envergadura cuando se enfrente a la reclamación más que probable de la cúpula de ETA de libertad para sus presos. Uno de ellos, no pequeño, será de orden jurídico: darle forma a la excarcelación masiva de presos condenados por asesinatos espeluznantes no será fácil ni siquiera para López Aguilar, el saltador de obstáculos que con un pie salta la valla y con el otro la tira. La salida de uno solo de los criminales de ETA entre los vítores de sus secuaces y la aprobación silenciosa y mal disimulada de nacionalistas varios, desde Carod a Ibarreche, tiene mala fotografía. Será un triunfo difícilmente digerible por un Estado de Derecho que ha consumido buena parte de su tiempo en asegurarse el derecho del Estado a defenderse de los delincuentes. Pero el otro, de aún más complicada concreción, es de carácter ético. Ése plantea aún mayores escollos incluso para gente con pocos escrúpulos ante la historia como los que han mostrado determinados miembros de la izquierda política española. Ni siquiera para los que desde las filas del Partido Socialista han visto morir a alguno de sus inolvidables hombres como Fernando Múgica o Fernando Buesa o Joseba Pagazaurtundúa será sencillo.

No puedo olvidarme, sin ir más lejos, de aquella fría madrugada en la que supe, a través de una abrupta llamada, de la muerte a fuego y plomo de Alberto Jiménez Becerril y su esposa, Ascensión García Ortiz. Cuando salí corriendo hacia el Ayuntamiento de Sevilla, a eso de las cinco de la mañana, lo hice aturdido por la incredulidad de haber perdido a unos amigos como consecuencia de una «acción armada» de la banda terrorista más cruel y despiadada del mundo. Pasaron las horas y sólo la reacción popular y política de mi ciudad pudo amortiguar el dolor que todos los hombres y mujeres de bien sentimos por la pérdida de los padres de tres chiquillos aturdidos.

La Policía detuvo a los asesinos, pero al poco tiempo uno de ellos fue elegido parlamentario por Batasuna entre los votantes navarros y celebrado impunemente por los suyos entre vítores y aplausos en la calle. Sentí honda, hondísima vergüenza de vivir y pertenecer a un país capaz de albergar a gentuza semejante. Si mañana, o dentro de un año, una hipotética negociación entre un gobierno legítimo y democrático y una banda de criminales nacionalistas desemboca en la libertad de éstos ante un puñado de secuaces vociferantes y triunfadores, entenderé que hemos perdido la batalla. La ética y la otra.

El asesino podrá celebrar su libertad viajando hasta la calle Don Remondo de Sevilla a beberse unos vinos en el mismo bar del que salían Alberto y Ascen poco antes de ser disparados por la espalda. Podrá, si se lo propone, mofarse ante los propios hijos de ambos ocho años más tarde. Compadezco al que se lo tenga que explicar a ellos como he compadecido a los que han tenido que explicárselo a los muchos hijos de concejales, policías o guardias civiles que han visto pasearse ufanos y retadores a los asesinos de sus padres.

Por todo ello es importante la manifestación del próximo día 4 en Madrid. El poder político, el Gobierno, los negociadores, los bienintencionados y los malintencionados deben saber que, si eso se produce o alguien tiene la tentación de que se produzca para satisfacer las palabras de Otegui en la cómoda entrevista en la cadena pública catalana, no será nunca en nuestro nombre. Será, si acaso, en el de Rodríguez y en el de los que piensen como Rodríguez. Evidentemente, no en el mío. No en el de quienes gozábamos de la amistad de los Alberto y Ascen que han muerto en España. A ese problema ético se enfrentan. Allá ellos.


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