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15 de febrero de 2002

Los Jinetes Caídos


El caballo de Saulo registra una nueva caída: Joaquim Molins, catedrático de Ciencia Política de la Autónoma de Barcelona, afirma «tener miedo» después de comprobar cómo «la intolerancia y el fascismo» se imponen en la Universidad del País Vasco. Cada vez quedan menos jinetes. Están cayendo hasta los catalanes, tan incrédulos, tan horizontalmente solidarios con sus compañeros de viaje, tan despegados de quienes pertenecen al grueso de comunidades «sin historia». Molins fue llamado para examinar a los aspirantes a la cátedra de reciente creación a la que aspiraban Edurne Uriarte y el profesor filoetarra Francisco Letamendía: tras las pruebas periciales, el investigador dictaminó que una de ellos era consistente y sólida en conocimientos y que el otro sólo lo era en bravuconadas y amenazas. No obstante, merced a la dictadura y a la irrealidad en la que se vive en la CAV, merced a la presión de los medios de comunicación controlados por los grandes urdidores nacionalistas de libelos, merced a la posición timorata y retraída del rector Montero, merced a las amenazas tabernarias del tal Letamendía, la cátedra no será para Uriarte. Todavía no sabemos bien por qué, pero no será para Uriarte, que es una profesora en el estricto sentido de la palabra y no una colaboradora política de ETA. Y Molins, absolutamente estupefacto, catalán al fin, afirma que tal situación es «inaceptable» y lamenta que en Cataluña «la gente conoce esta situación del País Vasco, pero cuando les hablas de ello miran para otro lado». Revelador.

El nacionalismo catalán, gratuitamente calificado de «moderado», ha venido mostrando su perfil más comprensivo con el nacionalismo vasco al entender que la lucha común contra el Estado unificador y centralista les hacía algo más que compañeros de viaje. Ningún desmán totalitario de las huestes de Arzalluz, de los hijos del mismo Arana en cuyo nombre se premian unos a otros, ha sido suficiente como para encender las alarmas en sus filas ni en las diferentes esferas sociales de un Principado en el que gobiernan con la voluntad histórica -intrínsecamente nacionalista- de instaurar un modelo de sociedad. La mayoría votante de Cataluña, acobardada ante la posibilidad de ser equiparada a aquellos que entienden que deben prevalecer los derechos individuales ante los llamados derechos colectivos, ha preferido no darse por enterada del sufrimiento personal que padecen miles de vascos ante el acoso y la hostilidad del nacionalismo. Como dice Molins una vez caído del caballo, prefieren ignorar temerosamente la ignominia de una dictadura sorda, pesada, ininterrumpida, al considerar que el nacionalismo debe defenderse de las innumerables agresiones exteriores que sufre su voluntad de independencia. Al fin y al cabo eso es lo políticamente correcto en Cataluña, ya que los propios directivos de su empresa común así lo sienten. Si los mismos vascos nacionalistas bien nacidos miran para otro lado, bien por cobardía, bien por egoísmo, ¿por qué no van a hacerlo sus correligionarios catalanes a los que, al fin y al cabo, ni les va ni les viene lo que le pase a unos españolazos que se empeñan en defender machaconamente la persistencia de una Constitución que a ellos les suena haber oído que no es buena para las libertades históricas de sus respectivos pueblos?

Las trascendentes palabras del catedrático catalán deberían ser tomadas en cuenta por su clase política, tanto sea nacionalista como de cualquier otro pelaje. El pujolismo -y sus extremados amigos independentistas-, en eterno equilibrio entre la deslealtad agazapada y el compadreo con los agraviados, ha creado una tela asfáltica, impermeable y áspera, que recubre las sensibilidades políticas y sociales de su ciudadanía y que hace que cabalguen sin freno por los páramos descritos en cada pasaje de intolerancia. No importan las tormentas ni las masas errabundas que


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