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20 de noviembre de 2015

Ponme un café, mamá


 Melancolía inevitable. Tanto esfuerzo baldío para volver, cuarenta años después, a la casilla de salida

Hará un par de días que me topé por Madrid con Florencio Solchaga. Los más jóvenes no sabrán de quién hablo, tal vez. Pero los que tenemos una edad, sí. Florencio fue un magnífico presentador de informativos de TVE, como casi todos los que trabajaban en Prado del Rey en aquellos tiempos a los que me quiero referir. A él le correspondió la difícil tarea de transmitir, entre otras cosas, la agonía del régimen que feneció por causa biológica hace hoy cuarenta años. Solchaga, tras unos cuantos años en la Casa, optó por dedicarse a la restauración (de comer, digo), tarea que resolvió con brillantez en uno de los restaurantes de época en la capital que ha permanecido como referencia hasta hace poco tiempo. Hoy jubilado con magnífico aspecto, pasea por Chamberí sin atisbo de nostalgias innecesarias. A Florencio le correspondió la tarea de relatar la agonía del dictador, parte médico a parte médico. Se hizo célebre la fórmula de «El Equipo Médico Habitual» para sustituir el listado inagotable de los galenos que mantuvieron a Franco con vida de forma innecesaria durante tantos días. Yo andaba por la facultad. Primer curso de Medicina. Era costumbre, incluso, comentar en clase el relato médico de los partes que el gran Florencio debía relatar cada día. Tiene esto y lo otro, y de aquí no sale por tal y por cual. Aprendimos patología médica y quirúrgica antes de tiempo.

Aquella mañana me despertó mi madre, como acostumbraba a hacer, con un café migao, esas sopas de café y azúcar con las que me crié y que me hacían ir como una moto al colegio primero y a la facultad después. Eran las siete o así. Como acto reflejo accioné el botón que encendía la radio y escuché lo que todos sabíamos que iba a ocurrir de un momento a otro: León Herrera y Esteban (que no me tocaba nada) anunciaba con toda la gravedad exigible que Franco había muerto a las tantas de la madrugada como consecuencia de la famosa úlcera de duodeno perforada y los procesos paralelos que minaron su salud a pesar del ensimismamiento médico que pretendió conservarlo con vida. Para un chaval de 18 años con toda la vida por vivir, aquel era un momento apasionante. Tras ello, tras la muerte, manifestación de duelo masiva (nos pese a quien nos pese), la foto del gran Gyenes en la portada de todos los periódicos, nacía la Esperanza. Empezaba otra España que iba a protagonizar un joven Rey al que nunca agradeceremos suficiente su implicación tozuda en la llegada de la democracia. Se iniciaba el tránsito histórico más apasionante de la historia de España: de un régimen autoritario y descompuesto a un sistema moderno de gobierno en el que la voluntad popular se manifestara en urnas y leyes. España supo guardar en un cajón las pendencias eternas y transitó con éxito y asombro internacional hasta una Constitución en la que todos teníamos cabida. La izquierda opositora y la derecha heredera se entendieron con eficacia y guardaron rencores y resentimientos en un trastero aparentemente bien cerrado al objeto de despegar y colocar la Nación en la media mundial de países merecedores del mejor crédito. Hoy hace de eso cuarenta años, y parece que lo estoy viviendo.

Hoy he recordado aquella otra mañana temprana. Alguien, sin saber bien por qué, decidió hace poco abrir ese trastero y recuperar el rencor, reabrir resentimientos pendientes tantos años después. Melancolía inevitable: de lo que cualquier nación se sentiría orgullosa hemos pasado a la reinterpretación de la historia que realizan unos cuantos reaccionarios disfrazados de justicieros tardíos. Tanto esfuerzo baldío para volver, cuarenta años después, a la casilla de salida. Ponme un café, mamá.


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Comentarios 1

27/11/2015 18:42:36 juan
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